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Variaciones sobre la fama
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La medalla de oro obtenida por Paula Pareto en los Juegos Olímpicos le otorga una fama bien ganada, distinta de la conseguida por los efímeros mediáticos que brillan en el horizonte gris de la mediocridad.
Publicada el en Reflexiones

Hay buena fama y hay mala fama. Los méritos deportivos le dan buena fama a Paula Pareto, flamante campeona olímpica. Los asesinatos en serie que cometió le otorgaron mala fama a Carlos Robledo Puch. Tanto la fama del héroe como la del villano son efecto de la opinión favorable o desfavorable que provoquen sus respectivas acciones y comportamientos. Por supuesto, en la definición influye el conocimiento expandido de personas y cosas en cuestión. De allí la gravitación del desarrollo de tecnologías aplicadas en las comunicaciones.

Los Tres Mosqueteros y D’Artagnan alcanzaron la fama por la edición de la novela de Alejandro Dumas a partir de la invención de los tipos móviles para la imprenta. Las cualidades artísticas de Carlos Gardel se conocieron, de manera masiva, por intermedio de la radio, el cine sonoro y la industria discográfica. Las páginas policiales de diarios y revistas concedieron notoriedad al criminal Pastor Godino, alias Petiso Orejudo. En 1972, la televisión otorgó celebridad a Fabiana López, la humilde joven abandonada por el ingrato novio, Mercedes Ramón Negrete, ganador del millonario pozo del Prode. Ahora mismo, el joven paranaense Juan Serrano, obtiene fama por ser creador y actor de videos, que navegan con éxito por You Tube.

Como en todo progreso, la valoración depende del uso que se le brinda. En la televisión, por ejemplo, se introdujo la presencia de los “mediáticos”, con una insistencia que les regala el título de “famosos”, por el hecho de mostrarse dispuestos a meterse en el fango de las revelaciones más escabrosas que agradables. En las programaciones esas propuestas coparon espacio y si en algún momento fueron criticadas, ya están naturalizadas como parte de un redituable negocio, con conductores y panelistas que son fruto de la coyuntura, que amaina las exigencias propias y ajenas.

Anticuerpos de la fama a cualquier precio son los fugitivos de la fama. Un pionero en la materia fue el doctor Luis Federico Leloir, argentino, premio Nobel de Química en 1970. El galardón motivó la invasión de micrófonos y cámaras al lugar de trabajo y vivienda familiar del científico. El apacible doctor Leloir, sin alterar sus modales urbanos, colocó límites a la intromisión y recuperó en unos días la tranquilidad, amenazada por el costo de ser famoso.

Centrando el tema en los Juegos Olímpicos, la historia reseña que la competencia vio ensombrecido su prestigio cuando en la de Berlín de 1936 el nazismo la infectó de propaganda del régimen liderado por Adolfo Hitler. Otro triste recuerdo es la masacre de atletas judíos en Munich 1972. Por fin, en 1980 se desdibujaron los efectuados en la Unión Soviética, a raíz del boicot de varios países, motorizados por Estados Unidos en plena guerra fría. En Brasil, al menos por ahora, la crisis política no se desbanda al punto de perturbar la buena fama de los Juegos Olímpicos. Lo que no falta es cierto desmedro por el uso de drogas prohibidas.

Fue el conflicto bélico mundial, de 1939 a 1945, el que abortó las ediciones de 1940 y 1944. Artefactos atómicos se arrojaron sobre poblaciones civiles de Japón y ciudades europeas quedaron devastadas por bombardeos feroces. Londres fue uno de los blancos y allí se reanudaron los Juegos Olímpicos en 1948. Sin imágenes móviles que al instante anclaran la noticia, los argentinos nos enteramos de que el maratonista Delfor Cabrera y los boxeadores Pascual Pérez y Rafael Iglesias cosecharon respectivas medallas de oro. Campeones casi anónimos, que al regreso aplaudimos en canchas de fútbol, en el Luna Park y en los cines, al proyectarse escenas de esos triunfos, con registro de documental pos-torneo.

Torpeza tras torpeza: la fórmula de ganar y dedicar el éxito al líder gobernante fue castigada, tras el derrocamiento, con el nulo apoyo al deporte, reducido a esfuerzos individuales, con la interrupción de la trasmisión de las experiencias anteriores. El saldo es elocuente en números: la Argentina comenzó a participar en los Juegos Olímpicos en 1924; en las cinco convocatorias llevadas a cabo hasta 1948, se obtuvieron 12 piezas doradas; en las 15 efectuadas de 1952 a 2012, el medallero principal sumó sólo seis.  

Paula Pareto, a los 30 años de edad, acaba de aportar la número 19 para consolidar su fama, que en el deporte siempre es buena, porque requiere talento, vocación, temple y una dosis de fortuna. De judo apenas sé que mi hijo Juan Martín lo practicó cuando era chico. Pero esa señorita de pequeña altura física, contó con el apoyo de sabiondos e ignorantes, espectadores tensos en los cuatro mano a mano, y satisfechos cuando la medalla se colgó en su cuello y se apoyó en su pecho. El judo la ubicó en la gloria, más legítima cuando es amateur. Paula Pareto descansó un rato y concurrió a una entrevista, quizá comprometida con antelación, como una cábala. Mientras comía un par de hamburguesas, le preguntaron a su entrenadora, Laura Martinel, si creía que era verdad lo que estaban viviendo. La respuesta fue: “Claro que sí; cuatro años trabajamos para que esto sucediera (…)”.

Cuatro años antes, en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, Paula Pareto había quedado quinta y amagó echarle la culpa a los jueces. Rechazó la excusa y sacudió el principio de depresión. Se recibió de médica en enero de 2014 y se preparó para reparar errores y perfeccionar virtudes. La fama de Paula Pareto es tan buena como ejemplar.

Guillermo Alfieri
- Periodista -