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Crónica del acampe contra Monsanto en Córdoba
La banquina habitada
Por | Fotografía: Laura Delmonte
Foto: Hace tres años que la comunidad de Malvinas Argentinas resiste la instalación de una planta de Monsanto en Córdoba.
Mientras ONG´s de todo el mundo intentan llevar el tema a la Corte Internacional de La Haya para que se juzgue a Monsanto por "ecocidio", los vecinos de Malvinas Argentinas protagonizan un histórico acampe de repercusión internacional. Esta crónica obtuvo una mención especial del Premio Rodolfo Walsh que otorga el Círculo Sindical de la Prensa de Córdoba.
Publicada el en Crónicas

"Ellos creen una cosa de que nosotros no nos

queremos convencer: que los principios son todo,

los hombres nada; que no hay hombres necesarios"

Lucio V. Mansilla, Una excursión de los indios ranqueles

 

Una línea ancha y blanca interrumpe el celeste que cubre el cielo en esta tarde de febrero y vela la silueta de la ciudad que dejamos atrás mientras pasamos junto a la frontera de ramas y cubiertas y alambres que bordea la ruta. Bajamos del auto, cruzamos el puente de cubiertas que separa la ruta de la entrada al lugar y un cachorro negro se asoma a recibirnos desde el marco de la puerta, formado por tres troncos atados con alambre con una hélice de un ventilador colgando en la esquina superior.

En la galería de un rancho hecho también de palets y cubiertas mezclados con barro y algún que otro trozo de lona, un grupo de cuatro o cinco personas paradas en ronda nos saludan y siguen conversando entre ellas. Adentro, en la cocina, entre zapallos, paquetes de fideos y bidones de agua, un chico con el pelo largo cayéndole sobre el torso desnudo, lee el libro "Entre Barrikadas" sentado en una mesa y suelta un "hola" sin levantar la cabeza de las páginas. Afuera, detrás del rancho, un alambrado corre paralelo a la ruta protegiendo varias estructuras de metal y hormigón distribuidas en un campo de treinta hectáreas que los yuyos han ido decorando. 

— ¿Vienen a la asamblea? —nos pregunta una chica de colita y pelo rapado a los costados con un puñado de comida para perros en la mano—. Porque están en Amaranto, creo que ya se estaban juntando ahí —dice señalando al final del camino, al rancho que se encuentra en la otra punta de la banquina y que ha sido bautizado por sus habitantes con el nombre de la única planta capaz de resistir al herbicida Glifosato que fabrica la multinacional Monsanto.

***

Él día en que se fundó aquella banquina ubicada en el kilómetro 9,5 de la ruta A88 de la provincia de Córdoba, un viento removía el aire sin descanso, mientras la hilera de eucaliptus, con sus copas allá a lo alto, demostraban su incapacidad para oficiar de reparo. Cada ráfaga que recorría ese terreno al que no llegaban ni la luz, ni el agua ni el gas era como un azote que remarcaba lo inhóspito de ese rincón del planeta. Era un 19 de septiembre de 2013, y alguien, desde un escenario rodeado por un grupo de carpas, anunció que a partir de ese momento empezaba el bloqueo a la planta de semillas transgénicas de la multinacional Monsanto. La gente aplaudía, sonreía, y cada tanto, le cantaba algún grito a las estructuras de hierro y chapa que se asomaban del otro lado del alambrado.

La mayoría sabía cómo se había llegado hasta ahí; había participado en algunas de las tantas asambleas y marchas que desde hacía más de un año se celebraban en el pueblo de Malvinas Argentinas y la ciudad de Córdoba para oponerse a la instalación de una de las plantas de acondicionamiento de semillas de maíz transgénico más grande del mundo que la multinacional ya había empezado a construir en ese lugar. Conocían las denuncias realizadas en la Justicia, las ilegalidades cometidas por la empresa y los gobiernos, y los estudios que advertían las consecuencias que esa planta, ubicada a 500 metros de una escuela primaria y a 800 del pueblo, traería a la salud y al ambiente.

Lo que nadie sabía es que ese día se estaba fundando una banquina que permanecería habitada por más de dos años y medio. Una banquina por la que desfilarían desde periodistas de la BBC hasta artistas internacionales como Manu Chao, desde la Madre de Plaza de Mayo Nora Cortiñas hasta la Madre de Barrio Ituzaingó Sofía Gatica, desde el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel y la reconocida filósofa y activista india Vandana Shiva hasta patotas sindicales y grupos de barrasbravas. Una banquina que recibiría la bendición del papa Francisco y la maldición de todos los gobiernos.

— Es algo simple: esto lo hacemos en defensa de la vida de los que vienen, porque entendemos que ellos la pueden pasar mucho peor —decía a pocas semanas de haber empezado el bloqueo Lucas Vaca, un vecino de Malvinas Argentinas, con el pelo casi rozándole los hombros y los cachetes bien alimentados redondéandole la cara—. Por más que no vamos a recibir ningún agradecimiento, con el sólo hecho de arrancar pensando que el futuro tiene que ser mejor y que hay que enfrentar a estas multinacionales que solamente nos van a dejar muerte, yo ya me siento satisfecho con esta lucha.

Nadie sabía que el acampe sobreviviría a los mandatos de todos los gobernantes que avalaron la instalación de Monsanto en Córdoba, y que la banquina seguiría habitada cuando asumieran la nueva intendenta Silvina González, el gobernador Juan Schiaretti, ni mucho menos que ese bloqueo vería asumir al por entonces intendente de la ciudad de Buenos Aires Mauricio Macri como presidente de la Argentina. Nadie sabía, y tampoco importaba demasiado. El futuro, para ellos, siempre quedó en el mismo lugar.

Medio día en la capital

Febrero de 2016. Las nubes tapan el sol cada tanto, pero nada cambia el aire caliente y denso que camina por el centro de la ciudad de Córdoba. Frente a la Plaza San Martín, una chica entra a una galería y apoya los codos y una botella de Coca Cola light sobre la baranda de uno de los balcones coloniales que dan a la calle San Jerónimo. "Pero no puede ser, necesito que me digas. ¡Decime dónde dejaste la escalera!", dice mirando hacia el frente mientras habla por celular. Abajo suyo, en los barrotes del balcón, dos palabras escritas en aerosol negro: "Fuera Monsanto".

Del otro lado de la calle, en la esquina de la plaza, un hombre tira burbujas con un sapo de plástico mientras unos cuantos Bob Esponja se sarandean colgados de su cintura. Un poco más allá se despliega una feria improvisada con mantas en el suelo donde un pibe vende lentes de sol, un señor tijeras y linternas, y un gordo con gorra roja hacia atrás ofrece plantas de mentira. "En este barrio fue secuestrado Carlos Alberto Galeazzi el 16/12/1976 por las fuerzas de seguridad durante el terrorismo de estado", anuncia una placa inscrita sobre un cantero de la plaza. Al lado, una familia se pone a almorzar unas hamburguesas con papas fritas entre una legión de palomas que los acosan.

Sobre la calle San Jerónimo, una multitud hace fila y mira con impaciencia los colectivos que salen de entre los edificios. En todos los bancos de la plaza, el Francés, el Credicop, el Galicia, el Hipotecario, entra y sale gente sin parar. Los autos, los taxis, los colectivos entran y salen de las calles de la plaza. La suma de motores, gritos, bocinas y música de celular suenan como un despertador que nadie, nunca, va a apagar. Pero por suerte el centro de la capital es solo la casilla de salida de nuestro recorrido. En nuestro camino de huida, un chico parado sobre el cordón alza la mirada hacia una mezcla de arbustos y enredaderas que cuelgan de la pared de un edificio, mientras detrás suyo, un cartel del Banco Industrial anuncia: "Somos parte de algo más grande".

Mientras tanto, a unas cuadras de esta plaza, trabajan quienes deciden en nombre de éstas y otras tantas personas. En las oficinas de la Secretaría de Ambiente de la Provincia, se encuentran por ejemplo los funcionarios Jorge Elía y Abel Anuzis, ambos responsables de aprobar el proyecto de la planta de semillas en Malvinas Argentinas, que luego fue rechazado por esa misma dependencia, y que casi cuatro años después del inicio de este conflicto, han sido designados el primero como Director General de Mitigación y Adaptación al Cambio Climáticoy el segundo como jefe del ente encargado de evaluar el nuevo estudio de impacto ambiental que la empresa presentaría próximamente. A unas cuadras de aquí también trabaja el fiscal Victor Chiappero, quien pese a la sentencia judicial que impide a la multinacional continuar con sus obras, envió una orden de desalojo al bloqueo de Malvinas Argentinas un 31 de diciembre de 2015, horas antes de abandonar su oficina por el inicio de la Feria Judicial.

La capital provincial alberga también a la Universidad Nacional de Córdoba, de donde surgieron diversos estudios que advirtieron tanto la situación en que se encuentra la salud y el ambiente en diversas poblaciones cordobesas por la exposición a las fumigaciones como el modo en que la planta de la multinacional agravaría esa situación. La misma universidad que ahora tiene en sus más altos cargos de Rectorado al ingeniero Jorge Omar Dutto, a quien Monsanto contrató para realizar su primer estudio de impacto ambiental, y al decano de la Facultad de Agronomía Marcelo Conrero, quien pretendió sin éxito sancionar un convenio para que dicha facultad colaborara en la redacción del segundo estudio de impacto ambiental de la empresa estadounidense.

La siesta en el pueblo

Después de subirnos al auto y recorrer unos quince kilómetros por la ruta nos adentramos en la localidad de Malvinas Argentinas. Por las calles, casi como un viaje al pasado, avanzan los autos de los malvinenses; una estanciera, un Fiat 600, un Renault 12 y sobre la vereda de césped, estacionada, una chata chevrolet azul a la que le faltan las ruedas con una calcomanía blanca: "Municipalidad de Malvinas Argentinas. Construyendo el futuro. 2008". En la avenida San Martín, la principal, hay varias pizarras escritas a mano que dicen que se vende carne, verdura y con una flecha indican en dirección a alguna casa. Pero ahora, casas y negocios -el Minimercado, el Delivery Los Pibitos, la Iglesia- dicen que es la siesta: todo cerrado. Todo excepto la tienda Foca: el kiosco despensa atendido por Héctor, que nos recibe durmiendo sobre dos sillas de plástico apiladas delante de un ventilador. Al escucharnos hablar, el hombre ancho y alto de 33 años se despierta, y desparramado en su asiento acepta darnos una entrevista sobre Monsanto.

— Yo fui a la fábrica de Rojas, me llevaron ahí a ver, y la verdá no había nada raro... -dice Héctor.

— ¿Cómo fuiste? ¿Te vinieron a ofrecer viajar?

— No, salían colectivos desde acá, en la otra cuadra, salían dos veces por semana para allá... En el colectivo que yo fui estaba lleno. Nos llevaron a ver todo, cómo trabajaban, había alguien que explicaba… ahí había 300 personas trabajando y yo no sé, pienso que acá sería bueno que también hubiera trabajo así.

La planta de Monsanto que funciona en la localidad de Rojas, provincia de Buenos Aires, y a la que la empresa realiza tours exclusivos y gratuitos, acondiciona semillas transgénicas a las que se aplican plaguicidas con distintos niveles de toxicidad y es similar a la que se pretende construir aquí. Si la industria prevista en Córdoba comenzara a funcionar, dice la empresa con orgullo, Argentina contaría con dos de las plantas de producción de semillas transgénicas más grandes del mundo y su capacidad de producción permitirían duplicar la cantidad de hectáreas cultivadas con maíz modificado genéticamente, en un país donde las evidencias del impacto de las fumigaciones en la salud y el ambiente han crecido de manera alarmante en los últimos años. Los 400 puestos de trabajo que generaría su industria son la promesa que desde hace años repite la multinacional para ahuyentar temores y convencer al pueblo de Malvinas, uno de las más pobres de la provincia de Córdoba.

Pasando una pared con una leyenda ya casi invisible que dice Monsanto= Muerte, un señor canoso de camisa y gorro blanco rastrilla tierra frente a un negocio.

— Yo lo único que te voy a decir es que son unos sinvergüenzas -dice cuando le nombramos a Monsanto mientras sigue rastrillando-. Le dicen a la gente mentiras; que va a traer trabajo, que no sé qué, y lo único que van a hacer es darle trabajo a dos o tres para que hagan cosas como lo que estoy haciendo yo ahora y después los echan. Traen gente especializada, y nada más. Monsanto se tiene que ir, acá no lo queremos —dice como dando por terminada la conversación—.

Aunque ya fue pasando la hora de siesta, en la plaza central de Malvinas Argentinas hay un total de cuatro personas. Dos de ellas son Darío y Elías, que están tomando una cerveza a la sombra de un árbol.

— Yo no puedo decir nada de Monsanto porque yo no sé nada de él… él lo que hace yo no sé -dice Darío, de 18 años, que viene del pueblo de Vicuña Maquena, donde cursó hasta tercer grado de la primaria. Para Darío, la multinacional de semillas transgénicas más grande del mundo es un él, algo así como un patrón de estancia, un Anchorena de nuestro tiempo. Y así, sin saberlo, sus palabras se pliegan al término Don Monsanto que otros malvinenses usan para burlarse de la empresa, o quizás para volverla humana, real, combatible.

Después de atravesar una calle disuelta en el barro bordeada por dos algarrobos con bolsas entre las ramas, llegamos a La Floresta, un grupo de viviendas que queda a solo una calle de Malvinas, pero que oficialmente corresponde a un barrio de la ciudad de Córdoba. En la galería de una casa, Soledad y Ruth charlan con los niños revoloteando alrededor. Después de invitarnos a pasar, Soledad, dice que acá en el pueblo nadie quiere a la empresa, pero que mucha gente también critica a "los del acampe".

— A la gente lo que le molesta no es que estén en contra de la planta sino que corten la calle, todo eso. Y sí, ellos pueden venir de afuera, no ser del pueblo, pero al final ellos salen por uno, para defendernos a nosotros porque la gente de acá no va a las manifestaciones -agrega Soledad y se lleva a la boca una bolsa con un juguito verde congelado.

Mientras empieza a amamantar a Eluney, su bebé de rulos cortos y negros, Ruth cuenta que hace un tiempo en esta zona se fumigaba y que, según decían, la gente que vivía en la cuadra que está al lado del campo tenia cáncer, esas cosas, y que la planta de Monsanto también puede traer malformaciones, cáncer, todo eso.

— Unos uruguayos que estaban viviendo en Malvinas, alquilando una casa ahí porque estaban trabajando para Monsanto, me decían que estaban haciendo un pozo de 70 metros que llegaba hasta las napas, y que iban a tirar los residuos ahí —dice Ruth—. Además, el otro día en la despensa una señora me dijo que esta va a ser ¡la segunda planta más grande del mundo! -dice estirando los labios, los párpados y los cachetes hacia atrás—. Sabés todo lo que puede hacer…

— ¿Y sus hijos a qué escuela van? ¿Alguno va a la que está cerca de la planta?

— No, ahora no, pero yo tengo mi nena que ahora está por cumplir cuatro y la voy a mandar ahí, y ahí sí se van a enfermar todos... Al final, para esto, ¡que directamente nos tiren una bomba nuclear y listo! -dice Soledad y abre las dos manos hacia fuera, como si la bomba estallara entre sus manos.

Un cuarteto de La Mona suena desde el living de la casa.

Atardecer junto a la ruta

Un grupo de nubes naranjas se va posando justo detrás de la ronda de gente que toma mates allá en la galería del puesto Amaranto. En el largo sendero que conduce hacia ahí, nos cruzamos con Hugo Mazzalay, concejal de Malvinas y ex candidato a intendente del partido nacido de una de las asambleas en contra de Monsanto,  que nos saludan al pasar y siguen su rumbo en dirección a la salida. Acompañadas por el sonido fugaz de los motores que van y vienen por la ruta, pasamos junto a una bolsa de boxeo colgando de la estructura de una hamaca y un pozo de unos dos metros de profundidad con un techo de cañas, una especie de refugio ecológico antibombas.

Unos metros más allá, ahí está, otra vez, Lucas Vaca. Ahora el pelo le llega a la cintura, cubierto por una boina marrón, y los cachetes están flacos, como consumidos por dos años de guisos cocinados con donaciones y agua traída en bidones por los autos de los visitantes. Lucas se sienta sobre un tronco de espaldas a la planta y  nos explica entonces que unos meses después de que empezó el bloqueo la Justicia ordenó paralizar las obras, y que eso no hubiera pasado si ellos no estaban acá. La medida ocurrió en enero de 2014, pero el bloqueo continuó por los temores de que la sentencia fuera incumplida y por las amenazas de la empresa de apelar el fallo.

Cuando le pregunto cómo es, cómo se siente, cómo se hace para vivir más de dos años en un acampe sin agua, sin luz y sin tantas otras cosas, Lucas se baja del tronco en el que estaba sentado, se acomoda en el césped y responde:

— Lo único que nos mantiene acá todos los días, teniendo que buscar agua, comiendo como se puede, durmiendo en carpas, es la convicción -se le corta la voz-, la convicción en defensa del ambiente y de la territorialidad. Eso es lo único que hace que estemos acá, con todas las represiones, con todas las dificultades, y eso no nos lo va a sacar nadie. Hay gente que nos dice que somos hippies, mugrientos, y yo digo: sí, puede ser, pero nosotros estamos muy limpios por dentro: tenemos el alma limpia.

— Acá nos fuimos encontrando un montón de gente que pensamos parecido, que creemos que esto no puede pasar —dice Azul, el seudónimo que ha decidido ponerse esta chica de unos 25 años nacida en un pueblo de las sierras cordobesas que ahora se acerca a hablar con nosotras y que, como varias personas más que han ido pasando por el acampe, elige no revelar su verdadera identidad—. Y de a poco no fue solo frenar a Monsanto sino también hacer las cosas de manera que afecten lo menos posible a la tierra. Estar acá te obliga a hacer las cosas diferente, porque si hay que cocinar tenes que prender el fuego, hacer huerta, o estar sin luz y ver las estrellas, o si hay que construir un lugar para vivir hay que hacerlo con barro y cosas que hay acá.

Ella dice que este lugar también ha influido mucho en las luchas socioambientales de otros lugares de Argentina, y Lautaro, un chico de Trelew que se ha sumado a la charla, le da la razón, dice que él y sus compañeros, cada vez que han venido, han aprendido mucho en este lugar. A lo largo de todo este tiempo, el bloqueo a Monsanto se ha transformado en una sede de encuentros y jornadas a la que llegan militantes de diferentes provincias y países para conocer y apoyar el famoso acampe que lleva más de dos años logrando frenar a la multinacional que controla gran parte del sistema agroalimentario mundial. En noviembre del año pasado, por ejemplo, se hizo aquí el Encuentro de la Unión de Asambleas Ciudadanas; unas cien personas de diez provincias argentinas llegaron a esta banquina para discutir sobre minería, desmonte, fracking, fumigaciones y desalojos bajo techos hechos de lonas, cañas y ramas.

La noche

Además de traer fama y aprendizaje, el tiempo también ha hecho cada vez más difícil la supervivencia; han empeorado las condiciones de salud de sus habitantes, han crecido las internas entre las diversas personas, organizaciones y partidos políticos que llevan años en este conflicto, y sobre todo, las respuestas del poder político y judicial se han vuelto cada vez más duras e impredecibles.

El año 2016 empezó con una orden judicial recibida un 31 de diciembre que obligaba a los manifestantes a liberar el ingreso al predio de una planta que, paradójicamente, se encuentra paralizada por la Justicia desde hace dos años, medida que llevó a decenas de personas a pasar el año nuevo en la banquina, ante el temor de que la policía llegara a desalojar. Unas semanas después, la nueva intendenta de Malvinas Silvina González recibió por primera vez a un grupo de manifestantes del bloqueo y en una reunión se comprometió a buscar una salida al conflicto tratando el tema en la siguiente sesión del Concejo Deliberante, sesión a la que luego no asistió. Días más tarde, denunció amenazas y agresiones por parte de los acampantes.

A todo esto se sumó un nuevo problema: el ingreso de personas desconocidas a la planta. Eli Leiría,  una vecina de Malvinas que con su cuerpo flaco y bajito lleva días haciendo guardias en el lugar, la nueva modalidad con la que se sostiene ahora el bloqueo, nos recibe en una noche de marzo frente al alambrado de Monsanto y nos explica:

— Acá todo el tiempo está entrando gente a robar al predio: vienen, entran, se llevan chapas, materiales. Los vemos siempre, pero ¿qué vamos a hacer? Yo ya he ido a hacer exposiciones a la policía pero no me la toman, dicen que no es responsabilidad de ellos —dice Eli alumbrando la ruta con la linterna.

Unos minutos después, desde el quincho de la entrada, nos señala algo que se mueve a unos 300 metros de nosotros en dirección a la planta.

— ¿Ven? Ahí están, ese auto que va a ahí con las luces apagadas...

— Esto es una zona liberada —agrega otro vecino con tono de costumbre y resignación—. Después que entran se llevan las cosas a un aguantadero, allá al frente. A veces ahí también entra un patrullero, acá está todo arreglado... 

A los robos, se fueron sumando incendios, agresiones y hasta una amenaza de muerte a Eli. El abandono del Estado llevó a los vecinos y organizaciones a presentar un petitorio al Ministro de Gobierno Juan Carlos Massei solicitando que se garantice su seguridad y haciendo responsable a la Provincia de cualquier hecho que ponga en riesgo la salud y la vida de quienes se encuentran realizando una legítima protesta en ese lugar.

Y, mientras tanto, en el estar, la oscuridad absoluta se mezcla con las estrellas y el fogón, las peleas de la tarde con la ronda de mates y criollos, el frío de la madrugada con el trabajo comunitario, los gritos y amenazas con la guitarreada y la charla íntima.

— Yo lo que siento es que hay compañeros que no se la están jugando como yo porque tienen miedo —dice Lucas—. Pero yo no soy un referente de nada, porque esto que hago yo lo puede hacer cualquier vecino, cualquiera. Bueno... no cualquiera porque hay que estar dispuesto a estar acá, a que te presionen, te puedan agarrar con un fierro. Yo estoy dispuesto porque no puedo vivir así: no puedo tener hijos pensando que los voy a traer a esto —señala la estructura detrás suyo—, y no puede ser que esta gente esté decidiendo sobre mi propia descendencia, mi propio cuerpo. Entonces es así: o estás acá resistiendo o estás del otro lado, y nos guste o no eso es vivir, porque lo otro, del otro lado —señala en dirección a Malvinas, a Córdoba— es sobrevivir.

Si se la mira desde la ruta, la banquina es tranquilizadora: bordea el camino,  marca sus límites, es la frontera continua del viaje, el punto de referencia que permanece fijo para certificar que nos estamos moviendo. Es también el refugio vacío en el que detenernos cuando necesitemos un descanso, o el espacio al que volantear si un imprevisto se nos viene encima. Si se la mira desde el campo —si hubiera alguien que mirara desde el campo, si hubiera alguien entre los campos de soja de la Pampa argentina—, la banquina es la zona improductiva, no conquistada, la tierra sin raíces que separa los cultivos de su destino exportador. Ahora, si se mira desde la banquina, ruta y campo son esas cosas que pasan a izquierda y derecha de lo permanente, el pasado y el futuro que bordean al mientras tanto.

Lucía Maina Waisman
- Periodista -