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Crónicas en claroscuro
Gustavo Porqueres, in memorian
Por | Fotografía: Archivo Guillermo Alfieri.
Foto: Gustavo Porqueres, primero a la izquierda.
Fue uno de los precursores de la defensa de los derechos humanos en Río Cuarto. Lo detuvieron en plena dictadura militar por oponerse al traslado ilegal de presos políticos. Murió en un accidente de ala delta.
Publicada el en Crónicas

Conocí a Gustavo Porqueres en el patio de recreo de una cárcel, con él compartí el estrecho espacio de la celda y nos convertimos en cuñados y compadres en libertad. Extraño a Gustavo, más en estos días, porque murió el 24 de abril de 1990, por las heridas sufridas en la caída de su máquina para volar. Debo agradecer a factores indefinibles, el haber posibilitado una relación que me ayudó a atravesar la situación límite y a pensar y sentir que el futuro no estaba clausurado.

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Francisco Gustavo Porqueres nació en Villa María, provincia de Córdoba, el 15 de mayo de 1942. Creció con la marcha de la vida acelerada. A los 10 años completó el cursado de la escuela primaria; a los 15 se recibió de bachiller. Para no ingresar a la academia con pantalones cortos, se nutrió con el título de maestro. La familia se había mudado a Río Cuarto y Gustavo rumbeó para Santa Fe, a estudiar Ciencias Jurídicas en la Universidad Nacional del Litoral. Oportunidad combinada con noviar con Ana María Gómez Giordano, hasta que se casaron y tuvieron un hijo, llamado Rodrigo, que más pronto que tarde supo lo que era tener padres separados.

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En 1975, Gustavo se desempeñaba como juez subrogante, en Río Cuarto. En esa condición se opuso al traslado irregular de presos políticos, actitud que puso en riesgo a su físico y sirvió a los espías para anotar un nombre más en la lista negra, a reprimir con el terrorismo de Estado, que se encontraba en preparación. Gustavo fue detenido el 24 de marzo de 1977. Nunca le indicaron el por qué. Tampoco lo interrogaron. Quedó a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, en gira por presidios: de Río Cuarto a Córdoba capital y poco después a La Plata, la urbe de las diagonales, en territorio bonaerense. Aquí fui a parar yo, proveniente de La Rioja, en 1978.

En el recreo sólo se podía conversar con un compañero a la vez. Los procesados por delitos comunes hacían cola para buscar el asesoramiento de Gustavo, en aspectos técnicos de las respectivas causas judiciales. El “boga”, así lo llamaban, los atendía como si estuviera en su despacho de Río Cuarto, pronosticando felices finales para los imputados, a modo de diagnóstico piadoso. Cuando me tocó el turno, jugamos al dominó e intercambiamos información básica.

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En un recambio de habitantes de las celdas, el reboleo nos dejó en el mismo aposento. Fue cuando nos dimos el primer abrazo con Gustavo. Intuíamos que éramos capaces de sobrellevar, de la mejor manera, la convivencia casi absoluta en las 24 horas del día. Allí se comía y se dormía. Ahí estaban los artefactos sanitarios. En el habitáculo se leía y escribía. No había manera de disimular los estados de ánimo. La experiencia demandaba acuerdos mínimos, explícitos o implícitos.

Con Gustavo rastreamos afinidades, que sembraron el afecto necesario para disipar tensiones y generar instancias de confidencias, guardadas en el arcón de la amistad. Puedo contar que el sobrepeso de Gustavo en libertad se redujo en 20 kilos en la cárcel, donde mantuvo la voluntad de no ingerir alimentos con hidratos de carbono. Fumaba en pipa. Me enseñó a mover las piezas del ajedrez.

El niño precoz en el estudio, se manifestaba en el adulto lector voraz, veloz y comprensivo, digno del mundo con forma de infinita biblioteca, imaginado por Jorge Luis Borges. Tuvo bajones de ánimo, pero evitó contagiarlos. Nos respetamos los silencios. Nos leíamos las cartas que recibíamos. Las de sus padres Olga y David y las de su hermana Mercedes.

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La condena secreta que le aplicaron a Gustavo, finalizó a fines de julio de 1979. Preparó el “mono”, nos despedimos hasta pronto y camino a la salida del pabellón pronunció el grito de aliento “¡fuerza compañeros!”, que por suerte los vigiladores prefirieron no oír. No tardó en entregarle mi mensaje a Mercedes, intermediado con poemas de Antonio Machado.

Gustavo retomó la intensa actividad profesional y social. Nos reencontramos por teléfono cuando me largaron, en marzo de 1980. Alentó mi noviazgo con Mercedes y operó como cónsul honorario ante Olga y David Porqueres. Me alojé en su casa del barrio Bimaco, en las vísperas del casamiento en la iglesia de Reducción, el 27 de diciembre de 1980, motivo de un nuevo abrazo, esta vez lagrimeado, con el amigo que coseché en prisión, ahora también cuñado. Por si algo faltaba, elegimos a Gustavo padrino de bautismo de Juan Martín Alfieri Porqueres, nuestro hijo nacido el 26 de marzo de 1982.

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Abogado con prestigio y empresario con menos fortuna, Gustavo actuó en el Partido Intransigente y en organismos de defensa de los Derechos Humanos. Sostuvo el equilibrio de kilos con la altura de su cuerpo. El deporte de aventura lo atrajo en edad madura. Trasmitía con expresividad la placentera y conmovedora sensación de andar por el espacio con su moderna ala delta. Si alguien le mencionaba el peligro que anidaba el recorrer por las alturas, contestaba que con instructores adecuados, entrenamiento y control de la luz y el viento para detectar condiciones desfavorables, la amenaza de percances se reducía a cero.

Gustavo sabía de accidentes. Tuvo varios, en moto y en auto. Sin embargo, el cartón de la desgracia no estaba lleno. El 14 de abril de 1990, se lanzó desde las sierras de Cuchi Corral, autorizado por los entendidos. La travesía transcurrió con normalidad, hasta que el planeador se encaminó hacia el descenso. El tripulante no ejecutó las maniobras para el aterrizaje. Su cabeza chocó con un escollo de piedra o de madera, quizá porque se desvaneció en pleno vuelo.

Tras diez días de agonía, sin recobrar el conocimiento, murió el 24 de abril en un sanatorio cordobés, a los 47 años de edad. Su cuerpo fue velado en Río Cuarto y reposa en el cementerio Perpetual. Lo lloraron varias mujeres, a las que amó y lo amaron. En Santo Tomé, provincia de Santa Fe, Augusto (8) y Francisco (6) van tomando nota para armar la semblanza de su abuelo, mi amigo-cuñado y compadre.

Guillermo Alfieri
- Periodista -