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Crónica de un maltrato circular
Foto: Pintura de Jonathan Darby.
Ser trabajador social es intentar apagar un incendio con una palangana
Publicada el en Crónicas

El 16 de junio del 2009 se quemó La Fábrica. La denominación no hacía referencia a manufactura alguna. En ese lugar, a la vuelta  del club Deportivo Español, en el Bajo Flores de la Ciudad de Buenos Aires, vivían varias familias en condiciones inimaginables. De la fábrica que había sido quedaba una pared amarillenta que daba a la calle elevándose como un escombro casi majestuoso, digno de las ruinas jesuíticas.

Yo conocía ese lugar desde dos años antes, en 2007. Seguía a una familia cuyos niños faltaban mucho a la escuela y con problemas de aprendizaje. Mandaba notas a la casa y nadie venía porque no sabían leerla o porque no les interesaba hablar con un trabajador social. Entonces, en el registro del grado leo como domicilio La Fábrica, avenida Lacarra al 2700. En la guía T no me podía ubicar, había un descampado insondable, un espacio verde amplio en la cuadrícula lleno de misterio.

Le pregunté al casero de la Escuela 19. ¿La Fábrica? ¿Sabe dónde queda? Uh, ni se le ocurra ir ahí. Al insistir en mi pregunta, me dio unas indicaciones vagas, pasá el puente, después caminás a la derecha y por ahí está.

Fui entonces al Centro de Salud Comunitaria 24 y hablé con la trabajadora social. Te acompaño, me dijo. Atravesamos el barrio Ramón Carrillo, subimos al puente para cruzar la autopista Presidente Cámpora. Desde ahí arriba, se tenía una vista panorámica inmejorable. Ella señalaba. De Lacarra para allá, Los Piletones. De Lacarra para acá, villa Fátima. Las casas ladrillo a la vista aparecían casi pintorescas, los techos de chapa brillaban por los golpes del sol. Cruzamos el puente y en efecto caminamos hacia la derecha entre calles de tierra. No se veían carteles ni números en las casas, ni había casi casas tampoco. ¿Lacarra al 2700? Andá a encontrarla. Luego, un giro a la izquierda. Y ahí vi por primera vez la puerta de escombros, un esqueleto de lo que había sido una fábrica.

Esperá que hablo con Andrés, me dijo la trabajadora social. Tipo de tez trigueña, cabello largo enrulado, expresión cordial. Departieron un rato y luego me presentó. Andrés me tendió la mano, y se ofreció de guía. Conocía a la familia que estaba buscando. Para llegar a su casilla, había que atravesar un pasillo que era puro barro y charcos a pesar de que hacía días no llovía. El precario corredor atravesaba otras viviendas, y Andrés explicaba que yo no era una persona hostil a sus habitantes. Ahí está, me dijo. Ahí viven. Gracias, le dije. Salió la madre. ¿Cómo le va, profe? Bien. Queríamos hablar con vos porque Yamila, Fabián y Macarena no vienen a la escuela. Ella asintió, sonrió casi con paciencia ante el trabajador social que le hablaba de otra realidad. Que exigía el deber ser en medio de los escombros de la exclusión social. Que es necesario que los chicos hagan tratamientos, le dije mientras observaba una de las paredes de la casilla y le imploraba que aguantara un poquito más antes de caerse. Cables a la vista, condiciones sanitarias deplorables, piso de tierra. Que tenemos que tramitar el subsidio habitacional para intentar conseguir otro lugar donde vivir. Pero no me aceptan con chicos, dijo la señora, y los documentos se me mojaron. Siempre hay que empezar de nuevo, de cero. Que hay que sacarle un turno a Fabián para la fonoaudióloga, le dije. Y el psicólogo no vendría mal.

Pero el deber ser fue cediendo irremediablemente a la realidad de lo posible. Haga lo que pueda, señora. Si se levantan tarde, vayan a la escuela a esa hora. De los tratamientos, vamos a ver si podemos hacer algo por la fisura del paladar de Fabián. Me despidió cordialmente, me saludó agradeciendo por haberme acercado. Ser trabajador social es cruzar con una canoa el Atlántico, es intentar apagar un incendio con una palangana.

Y en efecto, como se dijo, el lugar fue devorado por las llamas en la mañana del 16 de junio del 2009. El fuego terminó de pulverizar lo que ya era cenizas. De la miseria más absoluta, pasaron en un santiamén a la nada misma.

El Jefe de Gobierno porteño se apresuró a declarar que era una maniobra para sacarle subsidios a la ciudad. Se cerraron las oficinas de atención social de Pavón y Entre Ríos al día siguiente. Como en la canción de Serrat, se nos llenó de pobres el recibidor. Y les cerraron la puerta. Al día siguiente, cuando la multitud se disgregó, la volvieron a abrir. A sacar número, cada uno con su turno  y su situación particular. Cada uno abandonado a su desastre. Y responsable de su situación. La lista sábana que exige papeles que naufragaron en la última lluvia o en el último incendio. DNI, partida de nacimiento, constancia de domicilio, constancia de escolaridad, informe social. El deber ser y el no poder, otra vez. La historia de un maltrato circular que se vuelve a repetir. Una y otra vez. Una y otra vez.

Sebastián Giménez
- Escritor -