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#CórdobaMata
Periodismo y novela negra: realidad y ficción.
Por | Fotografía: Nerina Bertola
Foto: Hernán Vaca Narvaja, Gabriel Wainstein, Irene Haimovichi, Fernando López y Carlos Ruiz durante el XI Encuentro Internacional de Novela Negra Córdoba Mata.
Invitada para disertar sobre el cruce entre novela negra y periodismo al XI encuentro Córdoba Mata, -que se realizó entre el 27 y el 29 de septiembre en Villa General Belgrano-, escribí este texto donde se compara lo reflejado en la ficción con la realidad de las redacciones que conocí como trabajadora y delegada gremial de prensa.
Publicada el en Crónicas

Años atrás, poco antes de que el milenio cumpliese sus primeros 10 años, me había llamado la atención una novela en la que veía reflejado lo que ocurría en el diario dónde trabajaba. Cuando empecé a preparar este texto recordé ese momento pero, por más que me esforzaba, mi mala memoria no lograba descifrar de qué novela se trataba. Se me aparecía Michael Connelly, sabía que antes de ser escritor había sido redactor en varios medios, pero Harry Bosch, el protagonista de su serie más conocida, era policía, no periodista. Releí Betibú, de Claudia Piñeiro. Volví a los libros protagonizados por Verónica Rosenthal, la periodista creada por Sergio Olguín. Disfruté por primera vez de Los muertos siempre pierden los zapatos de Raúl Argemí. Regresé a las páginas de Punto de impacto de James Queally, a la serie Millenium de Stieg Larsson y descubrí Las mortajas no tienen bolsillos de Horace McCoy. En todas encontré buenas recreaciones de lo que ocurre en los medios aunque ninguna era esa primera lectura donde vi reflejado el presente de la redacción en la que trabajaba.

Ya estaba llegando al final del primer borrador cuando, corroborando algún dato sobre Connelly, busqué su biografía. Ahí estaban los tres libros protagonizados por el periodista Jack McEvoy. El segundo, El Espantapájaros, que acá se llamó La oscuridad de los sueños, era el libro que me había hecho detener al final de un párrafo para leérselo a mí compañero, interrumpiendo su propia lectura: “¡Esto mismo es lo que está pasando en el laburo!” le dije entonces así, con signos de exclamación. Y tuve que empezar a escribir de nuevo.

Lo que me había llamado la atención, y volvía a hacerlo, era la similitud de lo que pasaba en Los Ángeles Times con lo que se vivía en las redacciones de los medios argentinos. En esa época no lo sabía, pero lo que reflejaba la literatura era la realidad de un proceso que, a caballo de la tecnología, iba instalando en el periodismo las prácticas laborales y comunicacionales del neoliberalismo. El síntoma más visible fue el brutal achicamiento de las redacciones.

Cuenta Jack McEvoy, el personaje de Connelly: “Todos los ojos de la redacción me siguieron cuando salí de la oficina de Kramer y volví a mi cubículo. Las prolongadas miradas hicieron que el camino fuese muy largo. Siempre repartían las rosas los viernes y todos sabían que acababan de dármela; si bien las cartas de despido ya no iban en papeles de color rosado.” Más adelante sigue: “Todos sintieron un leve cosquilleo de alivio porque no les había tocado a ellos y un leve cosquilleo de ansiedad porque sabían que nadie estaba a salvo todavía. Cualquiera podía ser el siguiente.” Y continúa: “Dos meses antes, el periódico había anunciado que cien empleados serían eliminados de la plantilla editorial a fin de reducir costes y hacer felices a nuestros dioses empresariales.” Estos párrafos describen lo mismo que vivíamos en las redacciones locales. Los dioses empresariales de los que habla Connelly, acá eran Los Accionistas, criaturas fantasmales a las que se les debe asegurar el buen pasar de siempre a costa de nuestro trabajo, nuestro salario, nuestra calidad de vida.

Los saberes de Connelly no se agotaban ahí: “Igual que ocurría con el periódico en papel y tinta, mi tiempo había acabado. Ahora se trataba de Internet; de actualizaciones horarias en las ediciones en línea y en los blogs; de conexiones de televisión y actualizaciones en Twitter; de escribir los artículos con el móvil en lugar de usar el teléfono para llamar a edición. El periódico matinal podría llamarse el Diario de ayer. Todo lo que contenía estaba colgado en la red la noche anterior.”

La instalación de la idea de que el periodismo había cambiado, de que había que adaptarse a los cambios tecnológicos, fue el caballito de batalla discursivo de los directivos para sostener sus ganancias imponiendo la multitarea y la precarización laboral.

Dice Michael Connelly en la voz de su personaje: “Cada pantalla añadía sal a la herida: era un recordatorio de que la industria de la prensa escrita agonizaba.”

 

LA NACION WEB

En 1995 el diario La Nación subió su primera página a la web, por estas latitudes fue un primer paso hacia el enorme cambio que afectaría a la industria periodística, cambio de una magnitud que no podíamos imaginar. El novelista James Queally lo anuncia en el título: Punto de impacto, y lo describe: “El periódico había mutado: de ser el lugar que me había criado, el lugar que exigía a la ciudad que fuera responsable de sus actos, se había convertido en un apéndice incómodo y tibio que contaba clics y utilizaba algoritmos incomprensibles para determinar qué constituía una noticia”, dice el periodista Russell Avery, que se resiste a escribir para lograr clics y es despedido.

Adaptarse, mantenerse fiel a las reglas del buen periodismo, aprender a usar las nuevas herramientas, no perderse en la batidora de cambios que sufrieron las redacciones por esos años, y que aún continúan, se parece bastante a lo que le pasa al personaje de Queally. El autor no hace otra cosa que contar una realidad que conoce bien, ya que él mismo es periodista de policiales. Su personaje Russell Avery  podría trabajar en la misma redacción que el personaje de Connelly y esa redacción bien podría ser la de un medio argentino.

A fines del siglo pasado y principios de este, las planas mayores de las redacciones vernáculas intentaban descular cómo sería el futuro. En ampulosas reuniones con la tropa, compartían su ignorancia disfrazada de: “Este cambio está lleno de oportunidades”. Lo único claro, más allá del discurso, era que las heridas de ese cimbronazo las recibiríamos los laburantes. No solo se trató de puestos de trabajo, la labor periodística fue afectada en toda su dimensión y salió fuertemente lastimada. Los empresarios de los medios tomaban, y toman, decisiones más vinculadas a cuidar sus ganancias que a preservar la calidad de lo que producen. Y la inversión en investigar nuevas alternativas la financian con nuestros salarios.

En esos primeros años, los medios entrenaron a sus redactores en el uso de las nuevas herramientas. A partir de la aparición de las redes sociales, por 2007, como relata el personaje de Connelly, no solo había que escribir la nota que saldría impresa, después el mismo redactor o redactora debía adaptarla para internet y postearla en las redes sociales. A esa altura los periodistas no sabían si eran periodistas, fotógrafos, si su rol era el de movilero, cronista, redactor o editor. Las tareas se multiplicaban y cada vez había menos puestos de trabajo. Para 2010, cuando apareció Instagram, la formación de los trabajadores ya no tenía costo para las empresas, la misma IG ofrecía cursos gratuitos para el personal de los medios de comunicación. Lo mismo pasó con Google, que en sus charlas de formación “gratuita” introdujo su modelo de escritura diseñado para lograr un mejor posicionamiento en la web. Tamaña generosidad debería llamar la atención no solo de los periodistas, mientras los empresarios gozaban de esas atenciones los avisos migraban hacia las plataformas y las redes y desaparecían de las páginas impresas. ¿Quién pagó las consecuencias del tsunami tecnológico? Por supuesto, los trabajadores. No solo redujeron personal, sustituyeron a los caros por otros baratos, con habilidades en el uso de las redes sociales y la web, aunque con relativo conocimiento periodístico. Los viejos periodistas que trasmitían sus saberes a las nuevas generaciones se convirtieron en material descartable. La profecía se cumplía, el periodismo cambiaba, para peor.

En su novela La fragilidad de los cuerpos, Sergio Olguín cuenta sobre su protagonista, la periodista Verónica Rosenthal: “Cuando cursaba sus estudios de comunicación social, consiguió… …una pasantía en la editorial Atlántida... Ella se imaginó que iba a estar seis meses en el corazón del mundo periodístico, con la adrenalina a mil. Apenas llegó, la mandaron al archivo a recopilar información para unas notas que necesitaban los redactores de Gente.” Hoy con una sola persona se maneja el enorme archivo de un diario. Todo se busca en Google.

En uno de los libros de la serie, Olguín transcribe como acápite un párrafo de Las mortajas no tienen bolsillos de Horace McCoy, escrita entre 1935 y 1936. Fui a leerla de inmediato. “Cuando avisaron a Dolan que el director del periódico lo quería ver en su despacho, supo enseguida que algo iba a terminar mal, y mientras subía las escaleras no dejó de pensar que era una vergüenza que no quedaran periódicos que dieran la cara. Le hubiera gustado vivir en los tiempos de Dana y Greeley, cuando un periódico era un periódico, y a los hijos de puta se les llamaba hijos de puta y no se andaban con rodeos”, dice el novelista.

Desde el inicio el Mike Dolan de McCoy me recordó al Mikael Blomkvist de Stieg Larsson. Me pregunté cuánto de homenaje había en la trilogía del escritor sueco al perseguido Horace McCoy, tan visionario en los años treinta como el mismo Larsson lo fue décadas más tarde. No me pareció casual que se llamasen Mike y Mikael, el mismo nombre; tampoco que ambos sean creadores de sus propias revistas: Cosmopólitan y Millenium, cuyos cometidos son también similares.

 “A un reportero político nunca se le pasaba por la cabeza llevar a los altares al líder de un partido político, y Mikael era incapaz de comprender por qué tantos periodistas económicos de los medios de comunicación más importantes del país trataban a unos mediocres mocosos de las finanzas como si fuesen estrellas de rock.” Larsson ve en el periodismo económico de principios del XXI algo que luego se extendería a buena parte de todo el periodismo. Atrás quedó la repregunta, desaparecida de entrevistas y conferencias de prensa, atrás la diversidad de fuentes. Ni que hablar de los conflictos laborales y sociales que pasaron a ser relatados como problemas de tránsito y circulación.

En palabras de Larsson: “Blomkvist… Se imaginaba el escándalo que se ocasionaría si el periodista de un importante diario que estuviera cubriendo, por ejemplo, el juicio de un asesinato reprodujera las afirmaciones del fiscal sin ponerlas en duda, dándolas automáticamente por verdaderas, sin consultar a la defensa ni entrevistar a la familia de la víctima...” Lo que sería un escándalo en la Suecia de principios de siglo, hoy ocurre en los medios hegemónicos y nadie se escandaliza, está naturalizado. Si se consultan otras voces, se colocan abajo y al fondo de la nota, adonde no todos los lectores llegan.

DESPIDOS Y PAUPERIZACIÓN

Pasado el primer quinquenio del siglo los diarios empezaron políticas drásticas de reducción de personal, a veces de un solo plumazo despedían a decenas, otras lo hacían por goteo, de a unos pocos por mes. A los despidos se sumó el agotamiento de los trabajadores frente a la pauperización de los salarios, muchos migraron hacia otras actividades, otros sumaron otros trabajos para llegar a fin de mes.

El neoliberalismo rediseñó el periodismo a la medida de sus propósitos. Su degradación también afecta al derecho a la comunicación y a la calidad misma de la democracia. Pero eso no es todo. Las plataformas, los motores de búsqueda y las redes sociales son enormes aspiradoras de datos, de nuestros datos. También son datos las notas periodísticas, las imágenes, los videos que individuos y medios subimos a la web y circulamos por las redes. Toda esta información constituye el nuevo Cerro de Potosí del que el neo colonialismo, con sede en Silicón Valley, se alimenta para desarrollar su inteligencia artificial. Esa enorme cantidad de información que ingresa a los grandes cables de conexión, propiedad de empresas vinculadas al capital financiero, es una mina de riqueza incalculable que va a parar al bolsillo de unos pocos y empobrece a las grandes mayorías, produciendo la más brutal desigualdad en la historia de la humanidad. Esta tecnología no es ingenua, no es, como nos hicieron creer en un principio, democrática, es un arma que usa cataratas de información para desinformar, que se vale de noticias falsas para confundir, de pantallas para distraer nuestras mentes y nos encierra en burbujas donde sus algoritmos deciden qué mostrarnos.

Sin embargo, en esas mismas redacciones, el periodismo sigue resistiendo. Redactores y reporteros gráficos pauperizados le ponen la misma garra de aquellos viejos periodistas que tecleaban sus notas en pesadas maquinas de escribir. También en los medios cooperativos, en los autogestivos, en los universitarios y en las radios populares el periodismo sigue siendo una trinchera. Del lado del imperio están los seudoperiodistas que encuentran información colgada de los árboles, de este lado los herederos de Rodolfo Walsh siguen poniendo al periodismo en el lugar donde debe estar, al servicio del derecho humano a la información.

Irene Haimovichi
- Periodista -