Miramar de Ansenuza es resiliencia, magia, historia, incomprensión, imposición de la naturaleza. Pueblo sufrido, inundado, sumergido, vapuleado, admirado, sus habitantes se empeñaron -se empeñan- en erigirse en un polo turístico. Nada queda del anhelo de los primeros inmigrantes, que cambiaron el arado por las bondades curativas del barro cordobés; poco de la bellísima leyenda que dice que la laguna se convirtió en mar por las incesantes lágrimas derramadas por la diosa del amor; poco de la indiferencia del terrorismo de Estado ante la mayor de las tres inundaciones que dejaron un tercio del pueblo bajo el agua.
Miramar de Ansenuza se yergue sobre los escombros de su historia como un paraíso mefistofélico que interpreta la idiosincrasia del cordobesismo, capaz de reinventarse una y otra vez y desafiar la utopía promoviendo las bondades del mar en una provincia mediterránea.
Miramar de Ansenuza es un nombre compuesto del que nadie sabe bien su origen. Del nada épico Mira-Mar que oficiaba de slogan de uno de los más de cien hoteles -¿el primero?- sepultados por la laguna al castizo Ansenuza de la leyenda originaria -la del guerrero que muere a los pies de la diosa homónima- o la discreta importación de la Madre Patria, que también tiene la suya.
Miramar de Ansenuza es la leyenda viva del esplendor del Hotel Viena, de sus ruinas indelebles, de la Casa de los Espíritus y los fantasmas del nazismo.
Miramar de Ansenuza son los bordes de los piletones que sobrevivieron a la demolición de la historia, de las sillas vacías del anfiteatro, de las palmeras decapitadas y los árboles petrificados.
Miramar de Ansenuza es la postal viva de decenas de miles de flamencos rosados, teros y otras aves que se empeñan en sobrevolar un mar sin peces.
Miramar de Ansenuza es el turismo familiar, las sombrillas en la arena impostada, las peatonales gastronómicas, los bañistas que pisan el barro y esquivan escombros, los niños con los ojos irritados por una salinidad que quintuplica a la del mar auténtico.
Miramar de Ansenuza es pueblo redivivo, agradecido a los gobiernos peronistas que se ocuparon, al aporte científico del Conicet -que puso coto a futuras inundaciones-, a la tercera, empeñosa y definitiva costanera. Y al fastuoso hotel lindero al casino que una notable escultura del ex gobernador José Manuel De la Sota contempla a prudente distancia.
Una postal -¿la más bella?- del experimento político del cordobesismo.