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#Historias
Ciudad de zapatillas abandonadas
Por | Fotografía: Nerina Bertola
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Publicada el en Crónicas

Cuando levanté la vista vi el camión de caudales estacionado justo debajo de la cruz que indica no estacionar ni detenerse. 27 de abril y Trejo. A metros del ahora Museo de la Memoria. Detenido, como si se hubiera apropiado del lugar. Al otro lado de la calle, una zapatilla blanca de mujer yacía sobre la  alcantarilla. Abandonada. Otro pie huérfano. Un pie que, imaginé, pudo sumergirse en las oscuridades míticas de la ciudad. O bien huir definitivamente de la noche, del frío, de la mañana gris que languidecía mientras las miradas fijas en las baldosas apenas sostenían un café descartable al caminar. Con zapatillas. O con zapatos. Cerca del camión de caudales. 

Languidecía, la mañana. Las voces bajas rebotaban contra las paredes de la peatonal y al cruzar por galerías donde las luces solo parecían iluminar chucherías chinas. Y de tanto cuchicheo y tanto chino, me pareció novedoso el local que aún resiste en Colón y General Paz, con sus rejas y sus vidrios sucios que ofrecía chucherías de otras épocas. Muñequitos de barro cocido con espesas capas de tierra y smog sonreían en la vidriera. Esa vidriera que se parecía demasiado a la de una especie de mercería mezclada con un todo por dos pesos que está por Suipacha, antes de llegar a Corrientes, en Buenos Aires. En ese lugar siempre me pregunté cómo hacían sus dueños para subsistir. La pregunta se reiteró a cientos de kilómetros. Se me ocurrió que acaso fuese el mismo local. O un espejo de ciudades de otro tiempo, cuando las zapatillas no quedaban huérfanas en las alcantarillas. Quizás resistan (los locales) como pasadizo secreto para esos que no cesan de perder zapatillas y zapatos, de tanta noche que les cae.

A esta altura de mi caminata vi otras cuantas zapatillas tiradas. Una al cruzar Colón y General Paz, por el paso cebra. Y otra al llegar a la esquina de Rioja. Sin olvidarme las dos que servían de apoyo para la cabeza del pibe que aún dormía en un umbral abandonado, cerca del Museo de la Pizza. Una mujer que dormía con sus zapatos puestos frente a un local de placas de bronce. Rioja 311.

Si las mujeres dormían con los zapatos puestos y los hombres —como los que veo por decenas desde hace meses en las veredas– duermen apoyando sus cabezas sobre sus zapatillas, cabía preguntarse por qué tanto pie se vuelve huérfano, tanto dedo áspero de trajinar asfaltos. No llegué a contestarme.

El día avanzó. A esa altura la cuenta daba: 19 zapatos extraviados en la ciudad. Al cruzar debajo del puente lleva a la terminal de ómnibus me encontré con otros objetos huérfanos: un par de colchones, algunas frazadas e incluso los restos de una heladera. Si esto no intentara ser una pequeña crónica, se podría pensar en un relato fantástico, donde decenas de hombres y mujeres huyeron desnudos hacia la nada.

Pero, la nada llega después de las 12 de la noche. A cualquier ciudad. Es que, desde la pandemia a estos días, el alma de las ciudades murió. Entonces, en lugares como las terminales, todo se dispone para un final anunciado. Para lo terminal. Lo sin camino. Y la Terminal de Córdoba es un ejemplo. Refugio improbable para muchos de esos rotos capaces de dejar otra vez huérfanas sus zapatillas cuando el sueño los alcanza.

Esos que abandonaron heladeras o colchones, frazadas y hasta casas, intentaban dormir en la medianoche de la terminal. Sobre el cemento frente a las primeras dársenas. Intentaban un sueño imposible, los sin sueños.

Ya casi de madrugada todo se volvió pesadilla. Llegaron unos 15 policías. No tenían más de 20 años. Un oficial mayor los guiaba. Se pararon frente a los que abandonaron zapatillas, casas, frazadas y colchones. Firmes, durante 10 minutos, los miraron fijo. Para intimidarlos. Después los borceguíes de los policías caminaron. En fila. Robots. Comenzaron en la dársena 1. Llevándose a los de zapatillas viejas, abandonadas. Las zapatillas arreadas por borceguíes se acercaban. A mi lado, una pareja de chicos con un bebé fumaban nerviosos. ¿Viajan?, preguntó el borceguí. Los de zapatillas gastadas de los chicos contestaron que no, que no les daba la suela. “No se pueden quedar, ni acá ni en la plaza de enfrente”, avisó el de uniforme. La noche y los borceguíes se llevaban a los que abandonan zapatillas y casas.

Mi colectivo aún no llegaba. Mostré desde lejos el pasaje y me dejaron esperar. Deseé que el viejo local de Colón y General Paz fuese el pasadizo que me depositara en Buenos Aires. Después caminé. Pasillos desiertos. Los últimos colectivos habían partido. Sin querer, me perseguía esa especie de miedo que reconozco al transitar las ciudades de noche, tras el desierto pandémico. Alguien me tocó de atrás. Di un salto. Un pibe me ofrecía lapiceras. Sin pensar, y con el corazón latiendo a mil, le dije que no. Tres segundos después me arrepentí. El pibe había desaparecido. En el borde de la escalera mecánica una zapatilla rebotaba contra los escalones sin poder subir ni bajar. Inmóvil, a pesar de los escalones intentaban llevarla. Inmóvil en esta ciudad donde cientos de zapatillas fueron abandonadas definitivamente. Mientras los camiones de caudales permanecen sobre las cruces. Las cruces de los descalzos y sus zapatillas incapaces de encontrar caminos. O una esquina donde solo estar.

Roy Rodríguez
- Periodista -