En el último tiempo, su cuerpo fue tomando significaciones distintas. Se hablaba de él desde aspectos que tenían que ver con la ciencia médica, con discusiones en torno a la muerte digna, con la fe y con la esperanza. No fueron los días últimos que, históricamente, se imaginaba para Gustavo Cerati. Pero fue un final esperado que nadie quería reconocer como desenlace posible. Cerati, el emblema del avance, el riesgo y la renovación, se había convertido, desde el año 2010, en un símbolo de la esperanza que tiende a torcer las certezas de la razón.
El corazón de Gustavo Cerati se cansó de resistir una mañana de septiembre de 2014. Se hartó de haberse convertido en eso que siempre combatió mientras la vida lo mantuvo de pie, se pudrió de la quietud. La historia lo nombrará como el músico más importante de los últimos 30 años en la Argentina, capaz de hacer bailar y convertirse en faro de referencia de tres generaciones. Un tipo que siempre entendió el tiempo que le tocó vivir, incluso mirándolo desde un poco más adelante en el camino. Repetiremos, el riesgo y la renovación permanente, una constante en su vida. Con Soda Stereo anticipó el sonido que iba a marcar la década del ochenta y abrió el camino que fue paradigmático en la década siguiente. Si hacia el final de Soda, Cerati estaba a la altura de Federico Moura, Miguel Abuelo, Charly García, Luca Prodan, Luis Alberto Spinetta o cualquier otro agitador cultural de la primera generación post-dictadura, su carrera solista lo puso en lo más alto de la consideración de la crítica y del público. Sus canciones, banda de sonido de padres, hijos (algunos nietos también ¿por qué no decirlo?) quedan en lo más profundo del sentir popular, quedan como base de datos de las generaciones por venir y como una inconmensurable fuente de discusiones sesudas sobre las formas que la música y las posturas artísticas y estéticas fueron tomando en la Latinoamérica contemporánea.
Entre los artistas populares, Gustavo Cerati siempre quiso ser distinto. No durmió en los laureles, provocó de modo constante e hizo de la filosofía del rock (esa que habla de renovación y ruptura permanente) una forma de existencia. La suya. Veloz, precoz, devastadora. Tuvo la suerte, en vida, de ser reconocido, amado y odiado en dimensiones absolutas. Lo reconoció el público, el mercado (con sus intereses puestos al servicio propio, sin pruritos ni cuestionamientos), lo reconoció la crítica, sus pares, los grandes estadios, el glamour y las barriadas populares. Gustavo Cerati era un artista popular, un hacedor de una obra transversal que no desconoce ámbito de análisis y los cruza a todos por igual. Tarareamos sus canciones desde hace años y no nos cansamos de hacerlo.
En esa manía de adelantarse, Cerati pareció anticiparse a su propia muerte. Una ironía del destino lo dejó dormido, en su sueño eterno, tras un show en Venezuela en mayo de 2010. Nunca más despertó. Pese a las plegarias, los llantos y la ternura de sus fans, sus amigos y su familia, representada en la incansable figura de Lilian Clark, su madre. Cuando su corazón delató el plan que ya lo había sentenciado a no volver y había dejado miles de corazones en medio del temblor, miles de almas vieron desmoronarse las millones de promesas arrojadas al viento que todavía gritan convencidas, en un abrazo de gracias totales, que al final hay recompensa.