“Una memoria polifónica, no binaria”. Aferradas a esa premisa, las periodistas Carolina Arenes y Astrid Pikielny se sumergen en los socavones del infierno para rescatar de sus profundidades a los hijos de los sobrevivientes. Sobrevivientes en el sentido más amplio del término: sobrevivientes del terror, de las víctimas, del exilio, pero también de la convivencia con los monstruos, los torturadores, los apropiadores. En palabras de las autoras, se trata de hurgar en la historia personal de los huérfanos de la violencia “sin colar de contrabando la teoría de los dos demonios, ni poner en discusión la legitimidad de la Justicia, ni homologar heridas (¿quién puede medir el dolor?) ni mucho menos responsabilidades ante la ley, cuando la naturaleza del crimen de Estado ha quedado inequívocamente establecida desde el Juicio a las Juntas, en 1985”. El resultado de esa búsqueda es un libro conmovedor, donde el relato de los hijos –herederos forzosos de la violencia- convive en un extraño híbrido textual de 23 capítulos que se lee con la respiración contenida y el corazón estrujado.
Con rigor profesional, sensibilidad humana y honestidad intelectual –requisitos poco frecuentes en el devaluado periodismo de nuestros días-, las autoras se despojan de prejuicios y preconceptos para cumplir acabadamente con el sagrado rito profesional del buen periodista: escuchar. Así, escuchando, preguntando, ubicándose en un discretísimo segundo plano, logran que sus entrevistados se conmuevan, se sinceren, se pregunten. El resultado son una serie de testimonios conmovedores, profundos, sentidos, dolorosos, contradictorios y, sobre todo, sinceros. Los hijos lloran, putean, especulan, explican, imaginan, sueñan. Expresan su dolor, su odio, sus miserias, sus frustraciones. Hablan y son escuchados con atención, en algunos casos, por primera vez.
Salvo el discordante relato extrañamente frívolo y por momentos sobrador del hijo del filósofo León Rozichner –Alejandro, hoy asesor del presidente Mauricio Macri-, los testimonios que conviven en “Hijos de los ´70” constituyen piezas periodísticas de alto vuelo. Las autoras logran que los entrevistados se desnuden, muestren sus heridas y expliquen –se expliquen- cómo hicieron para sobreponerse –o no- a una historia trágica que no buscaron, pero de la que, a su modo, también fueron –son- protagonistas.
“¿Es posible tomar distancia de lo que hicieron los padres sin traicionarlos? ¿Es posible no hacerlo sin traicionarse a uno mismo? ¿Cuánta verdad es capaz de soportar un hijo, cualquier hijo, sobre sus padres? ¿Hasta dónde se puede incomodar con una pregunta cuando esos padres han sido víctimas de lo peor o, por el contrario, cuando han sido acusados de lo peor?”, se preguntan las autoras. Las respuestas que encuentran no son homogéneas. Cada historia es diferente. Cada proceso se complejiza. Cada situación es única, pero todas las historias se vinculan en una argamasa textual de relatos estremecedores. Son reflexiones y confesiones de hijos que en su mayoría ya son padres pero vivieron –viven- marcados por la memoria del fuego.
En las páginas de “Hijos de los ´70” están los descendientes de un arco heterogéneo que incluye a connotados represores, víctimas de las organizaciones guerrilleras, sobrevivientes del terrorismo de Estado, militantes políticos, policías, intelectuales y empresarios que regaron con su sangre el terreno infértil de la violencia política. Testimonios disímiles y hasta opuestos se suceden como capítulos de una historia común, de un extraño rompecabezas informe, aunados por el hilo invisible de la tragedia y la imposibilidad de escapar al destino.
El hijo del represor estrecha la mano del hijo de la víctima, el hijo de la víctima coincide en un mingitorio de Tribunales con el hijo del represor; dos hermanas se reencuentran después de décadas, pero no pueden conciliar su afecto biológico porque una de ellas fue criada por su apropiador. Historias dolorosas, traumáticas, descarnadas, engarzadas entre la tensión del vínculo biológico y la lejanía del horror y la toma de conciencia. Hijos que ponen el cuerpo o prefieren mirar para otro lado, que cuestionan y confrontan o se refugian en la ilusión de la mentira y el autoengaño.
“Hijos de los ´70” muestra la complejidad de la tragedia argentina desde la interpelación a una generación que no siempre ha sido escuchada. Ausculta las relaciones intrafamiliares que signaron décadas de terror y desencuentro, como una continuidad de la brutal metáfora de la familia Lugones (el poeta socialista que anuncia “la hora de la espada”, el hijo torturador que inventa la picana eléctrica, la nieta revolucionaria que desaparece para siempre en las fauces del terrorismo de Estado). Historias de un país herido de violencia e incomprensión.
Con una prosa ágil, incisiva y por momentos poética, las autoras nos muestran la intimidad de esos hijos que ahora son padres/madres y que proyectan su paternidad/maternidad hacia un pasado doloroso que los hace repensar sus vínculos filiales y (re)posicionarse espiritual e ideológicamente ante ese entramado macabro de historias compartidas que dejaron secuelas imborrables. Como la del hijo de un gendarme obligado a “trabajar” junto a su padre en los Grupos de Tareas que salían a la caza de “subversivos”, o la mujer que descubre que su padre fue “ajusticiado” por sus propios compañeros de guerrilla.
Historias atravesadas por la ignominia de un tiempo incomprensible que nos marcó a todos, pero que en nuestro caso –el de los hijos- supone además un proceso de reelaboración tan profundo como inextricable. En palabras de las autoras, los relatos contenidos en este libro permiten “que se expresen dolores invisibilizados y conflictos pendientes (…), un cierto estado de memoria que se manifiesta en experiencias singulares que siguen reclamando su lugar, algún lugar, en el relato de la historia y en la construcción colectiva de la memoria”.
Como señala con precisión quirúrgica Jon Lee Anderson en la solapa del libro, a través de “un despliegue excepcional de imparcialidad y rigor periodístico” Carolina Arenes y Astrid Pikieldy logran que los entrevistados hablemos sin tapujos de nuestras vidas y la de nuestros padres. El resultado es una pieza periodística de notable factura. O en palabras de Anderson, “semblanzas fascinantes, conmovedoras y muchas veces inquietantes. De lectura compulsiva”.