"Nunca seremos libres. Nunca".
Derrotada aquella magnífica obra política que debió ser la gran América post colonial, Simón Bolívar gritaba su frustración en clave profética. América negra, india, criolla, se desvanecía como la propia vida de Libertador del norte. Del norte nuestro, cuando del Sur se había ocupado José Francisco… Otros pabellones, humores, voces, otros patrones, nos dirían qué hacer. Pero peor: nos dirán para quién hacerlo; y de de ahí, como el grito de Bolívar lo anunciara, ya nunca hubimos de ser dichosos… Al menos no sin enormes sacrificios. Miel amarga, frutos mustios. La pesadilla enloquecida.
Joao Belchior Marques Goulart, “Jango”, fue el presidente número veintidós en la historia del enorme, verde país. Antes había ocupado el Ministerio de Trabajo del irrevocable Getulio Vargas. Una tensa y por momentos claudicante negociación política con la derecha y su brazo violento, las FFAA, llevó al Brasil y a nuestro “Jango” por un callejón cuya única salida era la licuación del poder presidencial y el auspicio encendido del parlamentarismo para urdir concesiones desde la “representación” popular.
Dos años más tarde Goulart puso en discusión el gobierno bajo estos términos y propuso una consulta al pueblo. Aquel pronunciamiento popular fue categórico y le devolvió el control de las decisiones. En ese momento, renacido, habrá comenzado el final para su proyecto de corte socialista; la reforma agraria tan largamente anhelada – casi una rogativa – por las víctimas del proceso llamado “División internacional del trabajo”; o sea, nuestros recursos naturales y la industrialización a cargo del imperio.
La tierra cedida por la corona portuguesa a los primeros grandes terratenientes del Brasil, daba réditos a sus poseedores con la misma intensidad del daño proferido a quienes dejaban sudor y sangre en su roturación. Aquel mandatario apodado “Jango” iba por el reparto de lo ilegítimamente apropiado; además de un plan universal de alfabetización.
Aquellas Reformas de Base incluían la nacionalización de empresas extranjeras y el control de las remesas, el chorro inagotable de las ganancias, con el que las corporaciones de capital extranjero enriquecían a sus casas matrices ultramarinas. Una más: al modo del Estatuto del Peón peronista, Goulart obtuvo aval para el suyo, llamado del Trabajador Rural. Un dedo demasiado irreverente hurgaba las tripas de empresarios latifundistas, iglesia y militares colonialistas.
Ante 130 mil personas, un 13 de marzo del año 1964, el presidente firmó su sentencia: expropió tierras veinte kilómetros al borde del sistema de transporte, tanto terrestre como fluvial; y expropió las refinerías de petróleo que estaban en manos privadas.
“Por la salvación de la democracia” se organizaron las “Marchas de la familia con Dios, por la libertad”. El golpe ya se había asestado, una vez más, con ayuda del Tío Sam; el éxito aplastante de la asonada se apoyó en la “Operación Brother Sam”. Los marines del oprobio más abyecto…
Dilma Vana da Silva Rousseff dibujó los números para que el proyecto de gastos y recursos que es el presupuesto alcanzara para mitigar el hambre de tantos. Infinitamente menos ambiciosa su política que la de quienes cayeron antes bajo la carga del capitalismo y su inacabable elenco de cipayos a sueldo. Aun así, hoy los que se vuelven a apropiar de la renta nacional y sus instrumentos de orientación le dan una estatura épica a su venganza, al pillaje institucional, a la barbarie de los negocios que se traga la civilización de un modelo desfalleciente y necesario.
“Somos independientes, pero no libres. Hágase algo por unos pobres pueblos que han venido a ser menos libres que antes. Antes tenían un rey pastor que no se los comía sino después de muertos. Ahora se los come vivos el primero que llega”. Simón Rodríguez, el que forjara a Simón Bolívar en pensamiento, espíritu y acción, predicó en soledad, y se clavó en la mejor historia patria americana.
No olvidemos a Dilma. La mujer que claudicó en sus convicciones pactando con los dueños del Brasil, es cierto; pero arropada en una decencia incontestable. De ello depende cancelar aquello de “Nunca seremos libres…” Porque la hora de los pueblos no acepta trueque.