En un rincón del escenario, una mesita con una máquina de escribir, dos tazas de café y una silla. En el otro rincón, dos sillas de estilo inglés, casi enfrentadas. Un fondo de telas negras, el juego de luces que amplifican o reducen la intimidad de cada escena y la música de fondo que cada tanto se mezcla con anónimas y entusiastas voces de porteños en el teatro o frente al puerto. En ese escenario austero, tres actores –Matías Mana, Anahí Calvigioni y Patricio Belmont- despliegan todo su talento para seducir y conmover a un público que termina entregándose, dócil, a su sublime interpretación. Basta una rápida muda de ropa para que en sus cuerpos gráciles se corporicen enormes artistas que el destino supo reunir en Buenos Aires a comienzos de la década del treinta: Pablo Neruda, Carlos Gardel, Lola Membrives. Y, por supuesto, Federico García Lorca, el poeta en Buenos Aires que da título a esta obra, escrita y dirigida por Patricio López Tobares.
La notable ductilidad y destreza de los actores coadyuva al desarrollo de un guion de extraordinaria factura, producido íntegramente por López Tobares en base a una exhaustiva investigación, que le insumió siete años de pesquisas y otros tres de escritura. “Mi presente dedicado enteramente a Poeta en Buenos Aires”, confiesa el autor. Y no exagera: el texto, de notable belleza narrativa, contrapone la atrapante personalidad de Lorca con la de sus célebres interlocutores en un contexto de preguerra y ascenso del fascismo en Europa, en una Buenos Aires que comenzaba a transitar el primer tramo de la Década Infame.
Sin dejar que se cuele la tonada cordobesa que delate su origen, Mana interpreta a Lorca con un delicado tono andaluz, mientras su cuerpo se mimetiza con la torpe humanidad del niño que habitaba en el poeta granadino. Un niño tímido, audaz, juguetón, nostálgico, dramático, capaz de inspirar los versos más hermosos, seducir con su inagotable talento y divertirse con los juegos más pueriles. Tan profundas son sus conversaciones con Neruda –interpretado por Belmont- como divertidos sus diálogos con la chismosa mucama del hotel Castelar, corporizada en la volátil Calvigioni, capaz de mutar en segundos a la anciana que escucha consternada los presagios de su hijo o la altiva Membrives que le exige a Lorca que termine de escribir Yerma para apuntalar su ascendente carrera en las marquesinas porteñas.
La obra narra la llegada de Lorca al país, su controvertida relación con Membrives –catapultada al éxito por su interpretación de Bodas de Sangre -, su conocimiento e inmediata empatía con el poeta chileno Pablo Neruda, un encuentro (¿imaginario?) con el inolvidable Carlos Gardel, sus infidencias –casi chismes- con Nora Lange y hasta el recuerdo de su tormentosa relación con Salvador Dalí. Poeta en Buenos Aires revela al Lorca profundo que intenta explicar –y explicarse- la raíz de su amor por la “Perla del Plata”, esa Buenos Aires bohemia que lo abrazaba por las noches y lo colmó de elogios durante los seis meses que disfrutó de sus misterios.
¿Por qué no quedarse en Buenos Aires? ¿Por qué regresar a esa España putrefacta que comenzaba a proyectar la interminable sombra del “Generalísimo”? ¿Por qué volver, pese a los augurios de la muerte, que devoraba sus sueños? Cuando Lorca se plantea esta pregunta, el público ya ha sucumbido a su magnetismo y comparte su sufrimiento. Ha reído y llorado con sus ocurrencias y sus diálogos. Ha pasado por todos los estados de ánimo posibles. Se ha enamorado. Entonces llega, inevitable, la escena final. Y el público también muere un poco con Lorca.
Impávido ante la inevitabilidad de su destino, en manos de los burócratas de la muerte, bajo el pulgar del dictador Francisco Franco, flanqueado por el llanto agónico del banderillero y el maestro rural que lo acompañarán hasta su anónimo lecho final –el llanto de Calvigioni a esa altura anuda la garganta del más pintado –los últimos minutos del poeta se estiran agónicos hasta que varios golpes secos marcan el final: Lorca ha sido asesinado por la espalda, perforado por las balas del fascismo.
Se apagan las luces. Cuando vuelven a encenderse, casi como un necesario desahogo, los aplausos envuelven a los actores. Irradian vida. Y todos celebran –celebramos- la reencarnación del poeta. Del Federico García Lorca inmortal que vive en cada uno de nosotros.