Hay muertes que producen dolor. Otras están impregnadas de resignación y en algunos casos –los menos- hasta pueden generar alegría. La muerte de Luciano Benjamín Menéndez, el nonagenario represor multicondenado de Córdoba, me provocó alivio. Desde las once de la mañana de este martes 27 de febrero el mundo es un poquito mejor porque ya no tiene entre sus habitantes al más nefasto ícono de la represión ilegal en Argentina.
Tenía siete años cuando Menéndez secuestró a mi abuelo y lo mandó decapitar, deshaciéndose de su cuerpo y preservando por algún tiempo su cabeza en formol.
Tenía ocho años recién cumplidos cuando Menéndez mandó fusilar a mi padre junto a otros dos presos políticos, aunque el obediente diario La Voz del Interior informara que había muerto tras un intento de fuga.
Cuando volvimos del exilio, en los años ´80, me asustaba la posibilidad de encontrarme con Menéndez en la calle. Vivía cerca de la casa de mi primo y el represor estaba libre. Por la ley de Punto Final primero, por el indulto presidencial después.
En los años ´90 tuve a Menéndez a menos de medio metro de distancia. Fue en los Tribunales Federales de Córdoba, donde había ido a declarar en el marco de los “juicios de la verdad” que procuraban saber qué había sido de las víctimas, pero estaban imposibilitados legalmente de condenar a los victimarios. Cuando salió del despacho del juez lo rodeamos junto a otros colegas y sentí el irrefrenable impulso de romperle mi grabador de periodista en la cabeza. Pero me contuve, aunque lo insulté con ganas.
Volví a ver a Menéndez en 2010, durante el histórico juicio por el asesinato de 39 presos políticos en la UP1 de Córdoba, entre los que estaba mi padre. Lo tenía a varios metros de distancia, protegido por la estructura de vidrio que aislaba a los imputados del público que asistía a la sala. Sentí que la historia me hacía un guiñó –a mí y a mi familia- cuando constaté que mi hermano estaba entre los abogados querellantes junto a la inolvidable María Elba Martínez. Disfruté cuando mi tía, que declaró como testigo, lo sacó de las casillas al recordarle al tribunal que uno de los apodos de Menéndez era “la hiena”.
La hiena es un animal ladino, cobarde, huidizo y traicionero.
Solo, tras una larga agonía y con 13 condenas a cadena perpetua, murió La Hiena.
Y el mundo, definitivamente, ahora es un poquito mejor.