Ocho años atrás, parado contra la pared del fondo de una sala desbordada por familiares de víctimas del terrorismo de Estado, escuché de boca del presidente del tribunal, Jaime Díaz Gavier, la sentencia que absolvía al teniente coronel Osvaldo Quiroga por el fusilamiento de mi padre. En medio de la algarabía generalizada por la condena a otros represores –entre ellos los genocidas Jorge Rafael Videla y Luciano Benjamín Menéndez-, sentí que el mundo se desplomaba sobre mi cabeza. Y no pude contener el llanto. Mi madre –con la fortaleza que le permitió educarnos sin padre en el exilio- me arrastró como pudo al baño del tribunal, donde lloré sin consuelo. Eran lágrimas de impotencia, de odio, de bronca. Nunca de resignación. Anoche, el fiscal Carlos Gonella, uno de los funcionarios más probos y valientes de la Justicia federal, me envió por WhatsApp el fallo de la Corte Suprema de Justicia en el que los ministros Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco y Horacio Rosatti –con el sugestivo voto en disidencia del cordobés Juan Carlos Maqueda- revocan la absolución de los represores Quiroga y Víctor Pino Cano por el asesinato de Miguel Hugo Vaca Narvaja, Gustavo Adolfo De Breuil y Arnaldo Higinio Toranzo.
La sentencia, fechada el diez de abril último, ordena al tribunal competente que dicte “un nuevo pronunciamiento” respecto a la participación de Pino Cano y Quiroga en el triple homicidio cometido con premeditación y alevosía en un contexto de terrorismo de Estado, en momentos en que unos pocos decidían sobre la vida de muchos. Y esto no es una alegoría: para saber a cuál de los hermanos De Breuil asesinarían ese día, los militares –entre los que estaba Quiroga- tiraron una moneda. Cara, muerte; escudo, vida. Ese día la suerte quiso que viviera Eduardo.
“El caso es paradigmático, porque la propia perversión del sistema aplicado, la pretensión ejemplificadora de la barbarie, permitieron su esclarecimiento”, escribió Horacio Verbitsky hace treinta y un años, cuando trabajaba en el semanario El Periodista. Por esos días, la joven democracia recuperada acusaba el impacto de una decisión judicial que golpeaba el corazón del poder militar: el principal colaborador de Héctor Ríos Ereñú, jefe del Ejército del presidente Raúl Alfonsín, era detenido por orden de la Cámara Federal de Córdoba, acusado de participar en el asesinato de Vaca Narvaja, Toranzo y De Breuil. A los tres les habían disparado a quemarropa en inmediaciones de la zona del Chateau Carreras –donde luego la dictadura construiría el estadio mundialista Mario Alberto Kempes-, aunque el Tercer Cuerpo de Ejército informara en un parte de prensa –que los diarios cordobeses reprodujeron sin chistar- que los “subversivos” habían sido “abatidos en un enfrentamiento”. Enfrentamiento en el que, como ocurría con inusitada frecuencia, los militares no habían tenido que lamentar ninguna baja.
Entre marzo y octubre de 1976, los militares asesinaron en distintos “traslados” a 31 presos políticos de la UP1. Pero el fusilamiento de Vaca Narvaja, Toranzo y De Breuil fue diferente. En ese agosto macabro, la sublimación del terror y la amplificación de la barbarie dejaron dos impensados cabos sueltos: un testigo presencial y un documento firmado por el jefe del operativo. Una década después, esas pruebas serían determinantes para reconstruir los trazos del plan criminal.
Eduardo De Breuil viajó maniatado y con los ojos vendados en uno de los vehículos que trasladaron a los detenidos hacia una muerte anunciada. Escuchó las órdenes de fuego, los estampidos y un agonizante sonido gutural de alguien que intentó un último grito a través de la mordaza. Cuando le quitaron la venda, le hicieron ver el cadáver de su hermano, el de Toranzo y el de Vaca Narvaja.
-¿Sabés por qué los matamos?-, le preguntó el oficial al mando.
- No
- Porque ustedes mataron a un cabo.
- Yo no estoy de acuerdo con que se mate a nadie.
- Ya es tarde. Ahora al volver a la cárcel, le contás a los otros todo lo que viste.
- ¿Al personal penitenciario también?
- Sí. A todos. Que sepan que si siguen matando militares, a todos les va a pasar lo mismo. Y vos sos el primero de la lista. Hoy te salvaste raspando.
Los fusilamientos siguieron, pero milagrosamente el “primero de la lista” zafó. O se olvidaron de él, o minimizaron lo que había presenciado. Se sentían impunes. Una vez recuperada la democracia, Eduardo De Breuil se convirtió en testigo clave: fue el único protagonista de un “traslado” que sobrevivió para contarlo. Dio su valiente testimonio primero ante la CONADEP y luego ante la Justicia.
El segundo cabo suelto es digno de una novela de Franz Kafka. Harto de que los militares –que habían tomado el control del penal- se llevaran presos vivos para, horas después, devolver cadáveres, el director de la cárcel apeló a la burocracia para dejar un registro impensado: exigió que alguien asumiera por escrito la responsabilidad por la integridad de los prisioneros que eran retirados de la UP1. El curioso recibo que confeccionó en una vieja máquina de escribir decía textualmente: “Recibí, de la Unidad N° 1 Penitenciaría Capital a los detenidos DE BREUIL Gustavo Adolfo, DE BREUIL Eduardo Alfredo, VACA NARVAJA Miguel Hugo y TORANZO, Arnaldo Hinginio (sic), a los efectos de ser trasladados a la IV Brigada Aerotransportada, por órden (sic) del General de Brigada Don JUAN BAUTISTA SASIAIN.- DIVISION JUDICIAL, 12 de agosto de 1976”. Al pie del papel estampó su rúbrica, de puño y letra, el por entonces joven teniente Osvaldo César Quiroga.
El macabro recibo permaneció durante años en algún oscuro cajón para reaparecer, ya en democracia, como prueba indubitable de la maquinaria del terror en el expediente que investigó los 31 fusilamientos en la UP1. Quiroga fue detenido y procesado, beneficiado por las leyes de olvido (Punto Final y Obediencia Debida) y vuelto a detener años después, cuando el presidente Néstor Kirchner derribó el andamiaje legal de la impunidad.
Quiroga estuvo en el banquillo de los acusados en 2010 junto a Videla, Menéndez, el “Tucán” Yanicelli, Vergéz y otros célebres represores que asolaron Córdoba en los años del terror. Pero fue absuelto por votación unánime del tribunal integrado por Jaime Díaz Gavier, Carlos Lascano y José María Pérez Villalobos. “Nadie sería tan tonto para firmar un recibo sabiendo que esos prisioneros iban a ser fusilados”, fue el estúpido argumento de la defensa de Quiroga, que el tribunal hizo suyo.
Ayer, la Corte Suprema de Justicia le recordó a los cándidos magistrados cordobeses el contexto que se vivía cuando Quiroga trasladó sus prisioneros hacia la muerte: “La Unidad Penitenciaria N° 1 de la provincia de Córdoba funcionó como centro clandestino de detención, en la medida en que, a partir del golpe de Estado, el ejército tomó su control e implementó un régimen de violencia ilegal extrema contra los “detenidos especiales”, es decir, aquellos sospechados de integrar o mantener algún vínculo con las organizaciones consideradas subversivas, como 'Montoneros' y 'Ejército Revolucionario del Pueblo', entre otras. De acuerdo con ese régimen, estos detenidos fueron sometidos a torturas y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, además de haberse fusilado a varios de ellos en zonas aledañas, luego de traslados justificados con motivos falsos, bajo el pretexto de intentos de evasión y enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. Estos hechos, según el tribunal, integraron un plan sistemático de represión implementado desde el Estado contra sectores de la sociedad civil y con conocimiento de ese ataque, por lo que fueron calificados como delitos, de lesa humanidad."
Por el triple crimen de Vaca Narvaja, De Breuil y Toranzo fueron condenados Videla (Comandante en jefe de las Fuerzas Armadas), Menéndez (jefe del Tercer Cuerpo de Ejército), Vicente Meli (jefe de Estado Mayor de la Brigada de Infantería Aerotransportada IV), Mauricio Carlos Poncet (jefe de la División Personal), Raúl Eduardo Fierro (jefe División Inteligencia) y Jorge González Navarro (jefe de Asuntos Civiles). El tribunal, en cambio, absolvió a Pino Cano, Quiroga y Francisco Pablo D´Aloia. Eran los últimos eslabones de la cadena de mando y, en el caso de los dos últimos, partícipes directos del que sería el último traslado de los prisioneros.
En una sentencia ejemplar, la Corte revirtió los fallos de primera y segunda instancia. Y lo hizo tras advertir la inexcusable omisión del contexto de impunidad que caracterizó al terrorismo de Estado. Los cortesanos entendieron que la valoración de la prueba realizada por el tribunal cordobés fue “fragmentada y de fundamentación deficiente y aparente”. Por tanto, dejaron sin efecto la absolución de Pino Cano y Quiroga, cuya condena deberá ser impuesta ahora en sintonía con la del resto de sus camaradas de armas, en su mayoría recluidos a prisión perpetua.
Votó en disidencia el cortesano Juan Carlos Maqueda. Como buen cordobés, evitó contradecir a sus pares de la sagrada familia (con el juez Lascano hasta compartió el primer gabinete de José Manuel De la Sota). Su voto es una penosa muestra de la patética equidistancia cordobesista: avaló revertir la absolución de Pino Cano, pero se opuso a actuar igual respecto de Quiroga. ¿El argumento? Pino Cano era superior de Quiroga y formaba parte de la cadena de mando. ¿Qué Quiroga era el jefe del operativo y quien retiró personalmente a las víctimas? Es solo un detalle. In dubio pro reo.
El 25 de marzo de 1977, a un año del golpe cívico militar, Rodolfo Walsh despachó su célebre Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar. Con inigualable lucidez, advertía: “Más de cien procesados han sido (…) abatidos en tentativas de fuga cuyo relato oficial tampoco está destinado a que alguien lo crea, sino a prevenir a la guerrilla y los partidos de que aún los presos políticos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento. Así ha ganado sus laureles el general Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, antes del 24 de marzo con el asesinato de Marcos Osatinsky, detenido en Córdoba, después con la muerte de Hugo Vaca Narvaja y otros cincuenta prisioneros en variadas aplicaciones de la ley de fuga ejecutadas sin piedad y narradas sin pudor”.
Todos sabían que los presos “trasladados” desde la UP1 serían asesinados, porque sus muertes eran parte del macabro engranaje del terror. Pese a la contundencia de las pruebas, tuvieron que pasar 42 años para que la Corte Suprema determinara que Osvaldo César Quiroga, implicado por un testigo presencial y un documento firmado por él mismo, no fue ajeno al cobarde asesinato de mi padre, Toranzo y De Breuil.
A ocho años de aquella sentencia infame dictada por el tribunal de la sagrada familia cordobesa, vuelvo a derramar algunas lágrimas. Pero esta vez son lágrimas de alegría y esperanza: el hombre que se sacó a mi padre de la cárcel para conducirlo a la muerte recibirá la condena que merece.
Recién entonces, más de cuatro décadas después, se hará Justicia.