José Manuel De la Sota era un tipo carismático, afable y conversador. Daba la mano sin apretarla, con una suavidad llamativa, denotando una fragilidad que contrastaba con su fuerte personalidad. Era un político terco, sagaz, brillante, egocéntrico y ambicioso. Estaba convencido de que la Historia –así, con mayúscula- le tenía un lugar reservado en el podioNo le alcanzaba con haber gobernador tres veces su provincia natal: quería ser presidente. En el último tiempo, alejado de la gestión pública, buscó afanosamente las coordenadas políticas que le permitieran posicionarse nuevamente en el escenario nacional.
No lo desvelaba el contenido del espacio que lo proyectara con posibilidades hacia la Casa Rosada. Era volátil. Era peronista, pero no se aferraba a la ortodoxia. Hubiera sido capaz de erigirse con la misma naturalidad en el referente de una alianza de centro derecha, del “peronismo racional” de Pichetto y Cia o incluso de un frente progresista que incluyera al kirchnerismo.
El Candidato estaba siempre listo para lanzarse a la búsqueda de votos.
A comienzos de los noventa aprendio que debía anteponer el pragmatismo a sus convicciones. Hasta entonces, su carrera política había sido ciertamente paradójica: cada vez que perdía una elección, su figura crecía. En 1983, su derrota en la capital provincial ante Ramón Mestre –padre del actual intendente- lo catapultó al liderazgo del peronismo cordobés. En la siguiente elección desplazó de la conducción del PJ al ortodoxo Raúl Bercovich Rodríguez. Y en 1987, tras perder por segunda vez con el entonces imbatible Eduardo César Angeloz, se consolidó como referente de la renovación peronista. Compartía el podio con Carlos Grosso y José Luis Manzano, pero Antonio Cafiero lo eligió como compañero de fórmula. No se equivocaba: su fórmula ganó en Córdoba, pero perdió en el resto del país con Carlos Menem.
Con el riojano en el poder, De la Sota fue relegado del nuevo escenario político. Optó por el dorado exilio de la embajada argentina en Brasil. En 1995 le cedió la candidatura a la gobernación al ex juez del caso Maders, Guillermo Johnson. Pero a pesar de estar en llamas, no pagar los sueldos y exudar corrupción, el radicalismo retuvo el poder. Ramón Mestre, el elegido, aplicó un severo ajuste para intentar ordenar las cuentas de su antecesor.
Cuatro años más tarde, reconvertido al menemismo y estrenando equipo de creativos brasileños –hoy implicados en el caso Oderbrech-, De la Sota tuvo su esperada revancha.
Su primera victoria en las urnas marcaría el principio del fin de la hegemonía radical en la provincia.
Sin embargo, el primer gobernador peronista desde la restauración democrática en Córdoba no rompió el marco de alianza institucional de sus predecesores radicales. Y la economía real de la Provincia siguió en manos del grupo Roggio, la Fundación Mediterránea y la Bolsa de Comercio.
El 29 de marzo de 2014, durante su tercer mandato, De la Sota invitó a Angeloz para celebrar los 30 años del programa de asistencia alimentaria Paicor.
Nacía –o se consolidaba- el cordobesismo.
La obsesión de la Casa Rosada
Desde la gobernación de Córdoba, De la Sota siempre miró de reojo a la Nación. Vivió con intensidad los días de la caída del gobierno de su coterráneo Fernando De la Rúa. Adolfo Rodríguez Saá lo acusó de hacerle el vacío antes de renunciar a su efímera presidencia. Eduardo Duhalde le dio luz verde para lanzarse a la carrera presidencial, pero perdió la pulseada ante Néstor Kirchner, por entonces un ignoto gobernador de la lejana provincia de Santa Cruz.
Tuvo altibajos con el gobierno de Néstor Kirchner y confrontó decididamente con los de Cristina Fernández. Consolidó su poder provincial con apelaciones permanentes al cordobesismo, perdió la interna de UNA con Sergio Massa y le allanó el camino a Mauricio Macri para llegar a la presidencia.
Sin cargos de gestión, tomó distancia de la coyuntura. Abrió una casa de ropa en Río Cuarto. Por entonces convivía con su pareja Adriana Nazario, a quien hizo ministra, presidenta de la Fundación Banco de Córdoba y diputada nacional. Pero la separación de su tercera mujer y su ambición política lo llevaron a radicarse en la Capital Federal, donde en octubre lanzaría un programa en Crónica TV para intentar reposicionarse a nivel nacional.
Adelgazó, se dejó la barba y comenzó a tender puentes para abonar el terreno de una nueva candidatura presidencial. Sería su tercer intento. El sábado a la noche, mientras manejaba su Volvo blanco para viajar desde Río Cuarto al cumpleaños de su hija Natalia, se llevó puesto un camión con acoplado. Fue en la ruta nacional 36, reconvertida en autovía durante su tercera gestión con fondos provinciales.
José Manuel De la Sota fue la figura política más trascendente de la Córdoba de las últimas décadas. Desplazó al radicalismo del poder provincial, construyó escuelas, bajó los impuestos, quiso venderle el Banco de Córdoba a los hermanos Rohm y privatizar EPEC. Redujo la obediente Legislatura provincial a la mitad y convivió con un Poder Judicial complaciente, que nunca investigó las denuncias contra su administración, ni siquiera la escandalosa construcción del Hotel Provincial de Ansenuza, en Mar Chiquita.
Su repentina ausencia sacude el tablero político cordobés, donde –como advirtió con sagacidad Bettina Marengo- queda su viudo, que no es su heredero.