A mis hijos, que transitan su primera cuarentena
Sucedió hace mucho tiempo, en los albores del golpe cívico militar de 1976. Yo tenía siete años y, sin saberlo, estaba por vivir mi primera cuarentena. Fue en la residencia del embajador de México en Buenos Aires, una casona de estilo francés ubicada en la calle Arcos 1650, en el coqueto barrio de Belgrano, en Capital Federal, donde hoy funciona la embajada de ese país. Sería una cuarentena breve pero intensa, la más dramática, dolorosa y terrible de mi vida, aunque por entonces la sintiera como una aventura, casi un juego, compartido con mis primos, tíos y mi abuela Susana Yofre de Vaca Narvaja, la “Tuntu”, como la llamábamos sus nietos. A pesar del nerviosismo de los adultos -reflejado en retos repentinos, silencios ahogados y lágrimas reprimidas-, vivimos aquella cuarentena como un eslabón más de una intrigante cadena de sorpresas de aquel marzo inolvidable. El inesperado periplo me llevó a tomar el primer tren de mi vida, desconocer a mis primos, vivir en el altillo de una mansión, viajar en autos con patente diplomática y subirme por primera vez a un avión.
La primera imagen que viene a mi memoria es la de mi padre, Miguel Hugo Vaca Narvaja (h). Estaba sentado en un catre desvencijado, apoyado contra la pared, debajo de una ventanita diminuta y altísima, a metros de una enorme reja de barrotes verticales, impenetrable, con forma de arco, que abarcaba casi toda la pared lateral del pasillo de la cárcel de barrio San Martín (la Unidad Penitenciaria N° 1 de la ciudad de Córdoba).
El edificio parecía un viejo castillo, protegido por un muro larguísimo cuya monotonía era apenas quebrada por las torres de vigilancia, en las que se divisaban algunos guardiacárceles. Había una puerta de ingreso altísima y un amplio espacio verde que la separaba del alambrado perimetral que daba la vuelta a la manzana, adornado por desordenados rulos de alambre de púa oxidado. Del puesto de control nacía una larga cola de gente, todos varones. La visita, según me explicarían después, era por género, sin distinción de edades. Así lo establecía el estricto reglamento que regía por igual para presos comunes y políticos. Mi hermano y yo íbamos con mi abuelo Javier Altamira y/o con mi padrino homónimo. Era verano y la espera se hacía interminable. Jugábamos con los hijos de otros reclusos, esperando para ingresar a ver a nuestro padre. El sol, impiadoso, obligaba a buscar refugio en alguna sombra, por pequeña que fuera. Hasta que, por fin, ingresamos. Caminamos ansiosos los metros que separaban la guardia de la puerta principal, que se iba haciendo más alta a medida que nos acercábamos. Niños y adultos nos sometimos a requisas y controles. Si existe una memoria acústica, en la mía quedó grabado para siempre el sonido seco y estridente de los golpes de cerrojo que abrían y cerraban las gruesas puertas metálicas a nuestro paso.
Mi padre se levantó sonriendo y caminó despacio hacia nosotros. La puerta se abrió cual pequeña extensión del inabarcable coloso de hierro que nos separaba. Nos estrechamos en un abrazo interminable junto a mi hermano Hugo (9). Mi papá estaba preso desde el 20 de noviembre del año anterior, 1975. Había sido capturado por una patota a la salida de los tribunales federales, tras presentar un escrito por Miguel Ángel “Chicato” Mozé, un militante de la Juventud Peronista que había sido detenido en forma arbitraria y estaba preso sin causa, al igual que otros detenidos políticos que mi padre defendía en esos días.
No recuerdo qué conversé con mi padre, si le hice preguntas, si me dio consejos, si me preguntó por el colegio. Conservo la imagen de su tierna sonrisa, pero su voz -su timbre de voz-, a diferencia del sonido de los barrotes, se apagó en mi memoria. Mi hermano Hugo recuerda que le dijo un secreto:
Ansioso pero obediente -al fin y al cabo, era el mayor y tenía que dar el ejemplo-, mi hermano guardó el secreto. Cuando caía la noche del 21 de marzo, comprobó que mi papá le había dicho la verdad: distintos núcleos familiares -con el común denominador del apellido Vaca Narvaja en nuestros documentos, que no eran requeridos por las autoridades de la estación de trenes- abordamos el tren con destino a Buenos Aires. Además de mi madre, mis dos hermanos y yo, subieron Agustín y Patricia con su hijo Rodrigo, Gustavo y María Eugenia con sus hijos Andrea, Tania y Ramiro, y mis tíos Patricia y Enrique, hermanos de mi papá. Gonzalo, todavía adolescente y militante de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), dudaba entre tomar el tren o quedarse a resistir la avanzada de la derecha en el país. Finalmente mi padrino Javier lo alcanzó en auto a toda velocidad hasta la siguiente estación. La familia suspiró aliviada cuando lo vio subir. No había margen de error.
Pensaba en el secuestro de mi abuelo, del que no sabíamos nada, pero sobre todo en lo que había sucedido seis meses antes, en agosto de 1975, cuando el Comando Libertadores de América irrumpió de madrugada en la casa de la familia Pujadas y se llevó a José María, su esposa Josefa, sus hijos José María y María José y su nuera Mirta Bustos. Los llevaron a un campo cercano y les dispararon a quemarropa frente a un viejo aljibe abandonado, donde tiraron sus cuerpos para luego dinamitarlos. Si el odio contra la familia de uno de los fusilados en la masacre de Trelew, Mariano Pujadas, tenía esas dimensiones, ¿qué nos esperaba a los parientes de Fernando Vaca Narvaja, uno de los seis guerrilleros que fugaron del penal de Rawson, secuestraron un avión de línea, volaron a Chile y luego se exiliaron en la Cuba revolucionaria de Fidel Castro?
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El diez de marzo de 1976, una violenta patota que se identificó como integrante de la policía federal argentina irrumpió de madrugada en la casa de mi abuelo Miguel Hugo Vaca Narvaja, ubicada en Villa Warcalde, en las afueras de la ciudad de Córdoba. Hugo y su esposa Susana ya se habían acostado a dormir. Gonzalo (16), el menor de doce hermanos, renegaba infructuosamente con la tarea de matemáticas. Escuchó los motores, vio las luces y se asomó por la ventana de la cocina. Un grupo de hombres fuertemente armados golpearon con ímpetu la puerta de ingreso a la vivienda. Gonzalo quedó petrificado. Pensó en correr a su dormitorio y salir por la ventana a buscar ayuda. Pero los ruidos despertaron a su padre, que apareció detrás suyo y enfrentó la situación.
Cuando mi abuelo abrió, entraron como una turba. Le apuntaron a los tres con armas largas y llevaron a Susana y Gonzalo a un dormitorio.
Su voz tuvo un increíble efecto persuasivo en los invasores. El que parecía el jefe del grupo, un hombre petizo, delgado, pulcro, de pelo corto y un prolijo bigotito negro, autorizó a mi abuelo a ponerse un pantalón y permitió que su mujer y su hijo lo despidieran.
La patota se llevó el equipo de música, el televisor y todo lo que tuviera algún valor. Abrieron los cajones de la cocina, de los dormitorios, patearon muebles, estanterías, bibliotecas y dejaron todo tirado. Le ataron las manos a mi abuelo y lo escoltaron hasta uno de los tres Ford Falcon que esperaban en la entrada a la quinta. Abrieron el baúl y lo obligaron a meterse adentro. Prendieron los motores, encendieron las luces y arrancaron a toda velocidad, hasta perderse en la oscuridad.
Gonzalo salió desesperado a buscar ayuda. La renoleta no arrancaba: le habían robado el distribuidor. También le habían sacado las bujías a su moto. Caminó por la vera del canal rumbo a la casa de los Basaldúa, donde vivía su hermano Enrique. En el camino encontró a Guillermo Rosario Pérez, el pintor de la familia. La patota lo había bajado del baúl de otro de los Falcon que integraba la macabra comitiva. Pérez contó que, antes de ir a Villa Warcalde, la patota había pasado por la casa de mi madre, Raquel Altamira, para secuestrarla. Esa noche fueron secuestradas otras once personas en Córdoba. El Comando Libertadores de América -la versión cordobesa de la triple A- tenía zona liberada y había salido de cacería. Como mi padre estaba preso y arreciaban las amenazas contra la familia, mi madre se había mudado con nosotros a la casa de mis abuelos Javier y Laura. La ayudarían, además, con el comienzo de clases. En mi casa habían quedado el pintor y su esposa con la misión de arreglarla para que se mudaran mis abuelos. Decepcionados al constatar que mi mamá no estaba, la patota decidió ir a buscar “al viejo”. Amenazaron a la esposa del pintor para que no llamara a Vaca Narvaja. Para asegurarse, se lo llevaron en el baúl de uno de los Falcon. “Si llamás, es boleta”, le advirtieron. El hombre permaneció allí encerrado durante el secuestro de mi abuelo, hasta que a las pocas cuadras lo obligaron a bajar del auto.
Gonzalo escuchaba perplejo. A pesar del intenso calor que hacía esa madrugada, las chicharras habían enmudecido. Enrique, que esa noche había vuelto tarde de la casa de su compañera en barrio Jardín, se sumó a la búsqueda. Hicieron la denuncia en la seccional 14. Su primo Carlos Altamira, vocal del Colegio de Abogados de Córdoba, presentó un recurso de hábeas corpus para que la Justicia determinara su paradero. Pero no hubo caso. Esa noche fe la última vez que vieron a Miguel Hugo Vaca Narvaja, que intuía, resignado, cuál sería su trágico final. Había dejado dos sobres cerrados en el escritorio de su estudio jurídico, a modo de testamento. Cada uno contenía una esquela mecanografiada: una dirigida a su esposa (“A mi gorda”) y otra a sus hijos. A su compañera le advertía sobre la posibilidad de que sucediera “un hecho que pudiese provocar mi desaparición definitiva, por causas ajenas a mi deseo y voluntad”; a sus hijos -biológicos y políticos, aclaraba- les pedía que ante esa circunstancia evitaran “reacciones inmediatas e incontroladas” que pudieran poner en riesgo la integridad de la familia. “Les pido que, en caso de que ello suceda -y sucederá si Dios lo quiere- refrenen sus sentimientos, mantengan la serenidad, no imputen responsabilidades ni menos se entreguen a pensamientos de represalia, ni siquiera se lancen a estimular o a participar en actos de venganza, aunque la injusticia del episodio que pueda sufrir y el cariño filial los impulsen emocionalmente en ese camino”.
“Piensen fundamentalmente -agregaba la misiva- en la doble responsabilidad que tienen y que les exijo en estas líneas que hagan efectiva: primero con respecto a su propio grupo familiar, mis hijas y mis nietos, a quienes se deben y por quienes tienen que vivir; segundo, con este país y su pueblo, en franco tren de desintegración por la lamentable ausencia del equilibrio moral de quienes tienen los medios y la responsabilidad de ahondar en los problemas que generaron actos de violencia, quitándose las anteojeras que les dificultan a muchos ver la realidad a través de la indigencia moral y material en que transcurre esa vida sin horizontes de nuestro pueblo. Deberán asumir esta doble tarea, con la mente fría y el corazón aquietado”.
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La mañana del 22 de marzo llegamos a la estación de trenes de Retiro. Allí nos separamos y cada grupo familiar fue a distintos departamentos de conocidos y amigos de la familia. A nosotros nos tocó uno muy pequeño, de dos ambientes y un baño, cedido por Claudia Sabattini. Mi hermano recuerda que allí vio por primera vez dormir a una persona sentada (posiblemente nuestro tío Enrique). Esa noche también dormirían en Buenos Aires los familiares que viajaron desde Córdoba en avión, la mayoría de los cuales no cargaban con el peligroso apellido Vaca Narvaja en sus documentos: mi abuela Susana Yofre, sus hijas Ana María e Isabel, sus yernos José Echenique y Alberto Salguero (Goly) y sus nietos José, Dolores, María, Alberto, Mariana y Matías.
Al día siguiente se coordinó el ingreso a la embajada de México, ubicada en la calle Paraguay, casi en la esquina con Florida, en pleno centro porteño. Por la mañana, cada grupo familiar fue ingresando al edificio, con intervalos de tres minutos. Las parejas ingresaban con sus niños al hall, llamaban el ascensor y subían hasta el piso donde los recibía una fría placa de bronce que decía “Cancillería”. Al personal le llamó la atención el pausado pero incesante ingreso de familias y algunas empleadas empezaron a preguntar a cada grupo qué necesitaba. Cuando las evasivas empezaban a despertar sospechas ingresaron Agustín y Patricia con el pequeño Rodrigo. Su retraso generó el indisimulado nerviosismo del resto de la familia. Si alguno no llegaba -según se había acordado-, el plan seguiría adelante igual. Cuando Gustavo constató que los 26 miembros de la familia estábamos adentro, pidió hablar con el embajador González Salazar.
Cuando por fin apareció el embajador, el grupo familiar había sido trasladado a la biblioteca de la embajada para descomprimir el hall de ingreso. La resistencia inicial de una empleada mal agestada a abrir la puerta del baño fue rápidamente quebrada cuando la pequeña Tania encaró hacia un hermoso florero para hacer pis. A media tarde nos trajeron algunos sándwiches de miga, chocolates y gaseosas, que degustamos con fruición. Debajo de la mesa que había en la biblioteca, mi hermano, empacado, repetía una y otra vez:
Con nueve años, era el mayor de los niños y asociaba la profesión de mi padre con nuestra repentina huida del colegio, el hogar y los amigos, sin despedidas. Habíamos sido literalmente arrancados de nuestra rutina y el camino emprendido era tan excitante como incierto.
Ese mediodía del 23 de marzo de 1976 comenzó nuestra primera cuarentena: quedamos aislados, encerrados, sin posibilidad de volver a la calle para evitar que nos secuestraran, como habían hecho con mi abuelo, o nos asesinaran, como a la familia Pujadas. La cuarentena -no la llamábamos así entonces- se extendería hasta que pudiéramos salir del país. Pasamos todo el día en la embajada, encerrados entre llantos, reclamos y el indisimulable nerviosismo de los adultos, que cada tanto salían a hablar con el embajador. Hasta que por fin bajamos por el ascensor hasta el subsuelo, donde funcionaba la cochera del edificio, y subimos a varios autos oficiales. Fuimos abandonando el edificio con destino a la residencia del embajador. Eran las 23 del 23 de marzo cuando llegó el último auto de la caravana a la enorme casona de estilo francés ubicada en la calle Arcos 1650. La puerta de rejas se abrió y fuimos descendiendo los últimos grupos familiares, hasta completar los 26 flamantes asilados políticos: 13 adultos y 13 niños, cuyas edades oscilaban entre los nueve nueve años y los cinco meses.
Por fin a salvo -o al menos a resguardo-, se liberó la tensión acumulada. La residencia del embajador tenía un amplio jardín, una pileta y de la entrada salía un camino que se bifurcaba, como en los hoteles, hacia dos puertas de rejas por donde entraban y salían los vehículos oficiales. Quedamos confinados en ese hermoso lugar, considerado territorio mexicano por los tratados internacionales, a salvo del terrorismo de Estado, que esa madrugada se adueñaría del país tras la destitución de la presidenta Isabel Martínez de Perón por una junta militar integrada por Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti.
En la residencia, además del personal de servicio, estaban Eduardo y Celia Zanella, un matrimonio santafesino que había pedido asilo político y ocupaba una de las habitaciones. Los niños nos acostamos vestidos en los sillones del living, exhaustos al final de aquella jornada interminable. A mi abuela Susana le asignaron una habitación y en otra ubicaron a Agustín y Patricia, que estaba embarazada. A los pocos días nos dieron otra habitación, que los adultos decidieron alternar para que todos tuvieran su “noche higiénica”, como la denominaron con humor. Para el resto de la familia, el embajador habilitó el altillo. Con baldes, escobas, alfombras y algunos colchones, los adultos emprendieron la tarea de limpieza a medianoche. Cuando por fin el lugar quedó habitable, subimos las escaleras y nos acomodamos como pudimos. Al centro, como si fuera un tótem pagano, había un enorme tanque de agua, del que salían, cual tentáculos metálicos, varias cañerías hacia distintos sectores de la vivienda. Esa noche, entredormidos, escuchamos la primera advertencia de los adultos: “No se asomen por las ventanas porque es peligroso”. Las ventanas eran pequeñas y redondas y fue lo primero que vimos cuando nos despertamos la mañana del 24 de marzo. Similares a los ojos de buey de los barcos, dejaban filtrar los haces de luz, que atravesaban la oscuridad del altillo, chocaban con el tanque de agua y se esparcían por encima de los cuerpos vestidos de nuestros familiares, improlijos, mal tapados, esparcidos sobre colchones y retazos de alfombra.
Nos acercamos a esas magnéticas ventanas y comprendimos la razón de nuestra cuarentena: decenas de soldados con cascos y fusiles rodeaban la cuadra de la casa. Eran tantos y estaban tan apretados que formaban un cordón humano paralelo a las rejas que separaban el patio de la vereda.
Nos habíamos salvado de milagro. El pedacito de tierra extranjera que nos cobijaba era ahora inaccesible, como podíamos comprobar desde las alturas del altillo.
¿Cómo era la rutina en ese lugar? ¿Qué hacíamos todo el día 26 personas encerradas? Los recuerdos son fragmentos de una película gastada, instantáneas en las que aparece la figura matriarcal de la “Tuntu”, los tíos y los primos. Sonidos con eco donde se filtran susurros por encima de las improvisadas paredes de papel de diario que, sostenidas por gruesos hilos atados a las cañerías, otorgaban algo de intimidad a los grupos familiares que convivimos en ese amplio espacio compartido. El recuerdo es oscuro, difuso, tenue, como la atmósfera envolvente de aquél primer refugio familiar.
En el ingreso al altillo se armó una improvisada sala de estar, donde se conectó un viejo televisor RCA Víctor. En blanco y negro -como el recuerdo de aquellos días- descubrimos que la televisión de Buenos Aires tenía más canales que la de Córdoba y nos pasamos horas mirando las aventuras del Zorro, Batman y Meteoro. Y nos fuimos familiarizando con los personajes de Bonanza, El Gran Chaparral y, sobre todo, el Chavo del Ocho, exponentes de ese ignoto país que todos llamaban México y al que pronto viajaríamos para ser otra vez libres.
Aunque la televisión nos distraía, el deseo de bajar al jardín de la embajada era irrefrenable. Cada tanto, por tandas, bajábamos a jugar con las hijas del embajador, simulando que éramos sus compañeritos de colegio. Los adultos no podían salir al patio por temor a que en los edificios en construcción que había en derredor de la embajada hubiera francotiradores. Había que mantenerse lejos de las ventanas y salir el menor tiempo posible al patio, donde podíamos retozar al sol, jugar a la pelota y olvidarnos un rato del encierro. Ese jardín fue nuestro cable a tierra, nuestra única salida permitida durante los once días que vivimos esa extraña cuarentena.
A las 19,30 del dos de abril nos subieron a cinco autos oficiales y, custodiados por cuatro patrulleros, nos trasladaron en caravana al aeropuerto internacional de Ezeiza. Un vuelo regular nos llevaría por fin a México. El traslado fue aterrador: íbamos muy rápido, envueltos en el sonido histérico del ulular de las sirenas, pasando semáforos en rojo, controlando que nadie se desviara de la comitiva mientras un oficial rozaba el caño de su arma en el asfalto, provocando intimidantes chispazos.
Era de noche cuando llegamos al aeropuerto. El camino entre el edificio y el avión fue interminable. La tensión se respiraba en el aire. Subimos las escalerillas, nos acomodamos en los asientos y ajustamos los cinturones de seguridad. No recuerdo el despegue, pese a que era la primera vez que me subía a un avión. El vuelo 446 de Pan Am partió a las 23 con destino a Miami. Al otro día aterrizamos. En el aeropuerto nos esperaban funcionarios de Cancillería, que ayudaron con el papeleo y nos acompañaron a abordar un avión de Eastern, más pequeño, que nos llevaría a México.
La ciudad de México, el Distrito Federal, apareció desde las ventanitas del avión como un inabarcable manchón urbano que se extendía a los pies del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, los mitológicos volcanes. El avión aterrizó sin inconvenientes. Nos separaron por grupo familiar, nos ficharon y nos vacunarn a todos. Fuera del aeropuerto esperaban cinco vehículos oficiales que nos trasladaron al hotel Versalles, cerca del monumento al Ángel, en Paseo de la Reforma, en el centro del monstruo citadino. Hasta que llegaran nuestros nuevos documentos, no podríamos salir del hotel. Seguíamos en estricta cuarentena, pero estábamos a salvo, los 26. No sabíamos nada de nuestro abuelo y albergábamos la ilusión de que mi padre, que había quedado preso en Córdoba, consiguiera la opción de salida del país y se reuniera con nosotros en México. Ocupamos distintas habitaciones del hotel -una por grupo familiar- y comenzamos a transitar el incierto camino del exilio, que se prolongaría por casi ocho años.
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México no era el paisaje apacible de Bonanza, ni del Gran Chaparral, ni la vecindad del Chavo. Era un país enorme, rodeado de mar y montañas, en el que convivían más de 60 millones de personas, casi el triple que en Argentina. Su capital, el Distrito Federal, era una de las ciudades más grandes y pobladas del mundo. En el hotel Versalles seguimos en cuarentena, aunque flexibilizada. Administrado por un exiliado español y un capitán del Ejército de México -lo que explicaba el convenio que tenía con el Gobierno-, el hotel funcionaba también como hotel alojamiento. Junto al comedor había un salón que abría solo por las noches, al que teníamos prohibido asomarnos.
Munidos de toallas atadas al cuello -nuestras capas de superhéroes-, exploramos cada rincón del edificio, ubicamos cada habitación y recorrimos pasillos, terrazas, ascensores y el enigmático sótano, donde se acumulaban sábanas y toallas sucias en un ambiente húmedo y caluroso. Cada tanto nos llevaban de paseo a una plaza y nos compraban un algodón de azúcar, manzanas acarameladas, un helado o un “refresco”, como llaman en México a las gaseosas.
Del hotel Versalles, donde la comida era tan mala que sospechábamos que recalentaban las sobras de la que dejaban otros huéspedes, pasamos al hotel San Diego, ubicado a pocas cuadras de la Alameda. Allí festejé mi cumpleaños más austero: mamá compró facturas y a una “concha” -como le llaman los mexicanos a una factura similar a nuestra “carasucia”- le puso una velita, que soplé flanqueado por mis hermanos y primos, que cantaban el feliz cumpleaños. Si bien la tradición prescribe que hay que pedir tres deseos, a mi me alcanzó con uno: que mi padre se reuniera con nosotros. Ese día mi madre me entregó la guitarrita que mi padre había forjado con sus propias manos en la cárcel de Córdoba, a fines de 1975. Bajo la boca de la guitarra, sobre un pedazo de cuero redondo, mi padre escribió con su letra cursiva irregular:
“Para Hernán quien, como esta guitarra, siempre es armonía. Córdoba, Navidad de 1975”.
Me pasé el resto del día saltando en la cama -todo estaba permitido por ser mi cumpleaños-, tocando la guitarrita. Llevaba más de tres meses viviendo en hoteles y casi cuatro sin ver a mi papá.
En agosto llegó la noticia más temida. El viernes 13, una comunicación telefónica desde Argentina avisaba que La Voz del Interior había publicado que mi padre había muerto -"fue abatido", decía el diario- tras un enfrentamiento con las fuerzas armadas. La noticia decía que se había intentado fugar junto a otros prisioneros del vehículo que los trasladaba a una base militar. La información no reparaba en que el supuesto “enfrentamiento” no había causado ninguna baja entre los militares.
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A medida que el tiempo transcurría, la economía empezaba a apretar. Para emprender el exilio se habían vendidos cinco autos y la flamante moto Gilera que Enrique había comprado ese año. En la urgencia de la huida, todo había sido rematado a precio vil y cambiado por dólares, que las mujeres escondieron en sus bombachas cuando viajamos. El anecdotario familiar evoca el susto de la Tuntu cuando vio su fajito de billetes en el inodoro del baño del aeropuerto. Por suerte no había tirado la cadena y pudo recuperarlo. Sobrevivíamos gracias al generoso desayuno mexicano -incluido en el servicio del hotel-, que para nosotros era un verdadero almuerzo: huevos “rancheros”, jugos, panes y fruta. El Gobierno nos asistía con alrededor de un dólar diario por grupo familiar. La búsqueda de una salida laboral se complicaba por nuestra condición de asilados políticos. Enrique y María Eugenia fueron los primeros en conseguir trabajo: el primero en una empresa constructora, la segunda de maestra en el colegio “Walden Dos”, donde los niños en edad escolar pudimos reinsertarnos en el sistema. Mi mamá y Patricia consiguieron trabajo temporario en un centro comercial: de pulcro y ajustado uniforme con rigurosa minifalda, ofrecían pruebas de una conocida marca de perfumes. Pero las semanas pasaban y no aparecía nada estable.
Como jefa de familia, mi abuela logró que la recibiera el secretario de la Gobernación -cargo equivalente al de ministro del Interior en Argentina-, Moya Palencia, quien le prometió ayuda. Y así fue que los profesionales de la familia empezaron a conseguir trabajo en la administración pública y las universidades nacionales. Y también a buscar sus propias viviendas para alquilar.
Fuimos los últimos en abandonar el hotel San Diego. Gustavo alquiló una vieja casa de tiempos del porfiriato, sobre la calle Tabasco 209. Tenía tres dormitorios, un amplio living comedor, cocina, dos baños, terraza y un enigmático subsuelo -en el que vivieron un tiempo Patricia y Miguel y luego Enrique y Andrea-, que irradió en nosotros el mismo magnetismo que aquellas pequeñas ventanitas del altillo, en Buenos Aires. Solo que ahora podíamos salir a la calle, ir al colegio y socializar con los vecinos. Había terminado nuestra intensa, dramática e inolvidable cuarentena.
Nota: Además de los recuerdos personales y testimonios familiares, para elaborar esta crónica recurrí a los datos compilados en el libro "Cuando lo encuentren díganle", de Gustavo Vaca Narvaja (Narvaja Editor, 2005), y otros testimonios incluidos en CONADEP Córdoba y el juicio por los 31 fusilados en la UP1 de Córdoba. De mi tío Gustavo, a quién me gusta definir como el guardián de la memoria familiar, también es la ilustracion que acompaña esta nota.