La noticia, esperada, impacta como una cuchillada en este día del amigo gris, pandémico, que invita a la nostalgia antes que al festejo.
“Otro Punto informa con gran pesar el fallecimiento de su directora y fundadora, Alejandra Elstein (QEPD)”. Otro párrafo dice que por razones de público conocimiento no habrá velatorio. Y debajo, radiante, asoma una foto con el rostro inconfundible de Alejandra. Está pelada -como lo estuvo en los últimos seis años, desde que empezó las sesiones de quimioterapia- y de sus orejas asoman unos tímidos aritos. Con el dedo índice señala a la cámara, desafiante y alegre. Su sonrisa deslumbra. Es una sonrisa radiante, sincera, genuina, de una espontaneidad conmovedora.
Uno imagina que el posteo anunciando su deceso fue escrito esta madrugada por su compañero de vida, Jorge Floriani, o por alguna de sus hijas, o por su hijo. Todos la acompañaron hasta el último suspiro, incondicionales, agradecidos, satélites amorosos de ese sol que parecía eterno, pero que el cáncer, implacable y despiadado, fue eclipsando hasta apagarlo.
Queda un vacío muy grande, doloroso, incomprensible. Se va una enorme periodista, capaz de sorprendernos siempre con alguna información novedosa, una investigación rigurosa o una denuncia valiente. O con las tres cosas al mismo tiempo. Porque ella vivía para nosotros, sus lectores. Éramos su vida, su razón de ser, su combustible.
Alejandra pasó de ser una periodista desocupada -su expulsión de diario Puntal fue una de las injusticias más groseras del diario que por entonces dirigía el inefable Pablo Rossi- a sostén de familia. Pensaba, producía, diagramaba, imprimía y distribuía su periódico en bares, comercios, estudios jurídicos, consultorios y estaciones de servicio. Lo llevaba personalmente y lo repartía siempre con una sonrisa, aunque en la tapa denunciara los casos más escabrosos, polémicos y controvertidos de la ciudad. Lo distribuida con orgullo, con ganas, con convicción. En bicicleta o, si llovía o hacía mucho frío, en el viejo Taunus familiar. El periodismo era su vida y había que llegar a los lectores. Como fuera.
Conocí a Alejandra en los ´90, en el diario Puntal. Yo había trabajado en Página/12 Córdoba, había publicado mi primer libro y cubierto para distintos medios del país el juicio oral y público por el crimen de María Soledad Morales en Catamarca. Ella receló enseguida de ese extraño de pelo largo, ese periodista “con chapa” que llegaba de paracaidista a su lugar de trabajo. Lo sintió como una amenaza y, orgullosa, tardó bastante en bajar la guardia. Competíamos, pero ella -que jugaba de local- me llevaba ventaja. Seguí como pude su descollante cobertura de la desaparición de la pequeña Micaela Ávila, el caso policial que conmovió a la ciudad. La recuerdo todo el día en la calle, buscando información en los barrios, tribunales y comisarías. Sobre el cierre, reportaba las últimas novedades a “Pipón” Giuliani, nuestro jefe de redacción, que la orientaba desde Córdoba, donde cumplía su trabajo gremial de martes a viernes sin descuidar la planificación del diario.
Alejandra era muy profesional y reservada. Un día nos enteramos por la tapa de Puntal que había entrevistado en exclusiva al único detenido por crimen de la pequeña Micaela y no lo había comentado con nadie en la redacción (salvo con el director). Respeté su egoísmo profesional y entendí que estaba ante una periodista de raza. Aprendí mucho a su lado: de su humildad, de su orgullo, de su perseverancia, de su alegría. Era implacable cuando olfateaba un dato y disfrutaba como nadie de los vaivenes del mejor oficio del mundo. Por sus venas corría la adrenalina ante la primicia y ningún obstáculo era capaz de frenar su perseverancia. Era, literalmente, una perra de caza. Las veinticuatro horas. Cuando llegaba a la redacción de Puntal, pero también cuando tomaba el té con sus amigas, participaba de algún evento o llevaba a sus hijes al club. Siempre atenta, el oído abierto, la mirada inquieta.
Nos dolió cuando la echaron de Puntal y todavía me reprocho no haber hecho más para intentar revertir una decisión tan injusta y arbitraria. Un chisme de pasillo que llegó a oídos del dueño y el lavado de manos del trepador de turno que dirigía el diario a golpes de obsecuencia privaron a los lectores de Puntal de una de sus mejores plumas. Pero no a los riocuartenses. Porque Alejandra demostró que el fuego sagrado del periodismo no siempre depende de terceros y creó el periódico Otro Punto, un emprendimiento familiar construido a fuerza de ovarios, entusiasmo y profesionalismo.
Otro Punto pronto se hizo un lugar en la ciudad a golpes de primicias, rigor, compromiso y audacia periodística. Alejandra arrastró en la aventura a su familia, que entendió que debía seguirla para no perderla. Intuían que en esa loca aventura de crear un medio de comunicación propio podrían alcanzar el éxito y, sobre todo, volver a verla feliz. Se arremangaron y la ayudaron a diagramar, editar, sacar fotos, repartir el periódico. Hasta compraron una imprenta. Todes para una y una para todes.
Me enteré de la aparición de Otro Punto en La Rioja, cuando Alejandra me llamó por teléfono para pedirme una reseña de mi abuela Susana, que en esos días había conseguido un fallo favorable de la Corte Suprema de Justicia para reparar los daños del exilio que debimos emprender a México tras el golpe cívico militar del 24 de marzo de 1976.
Cuando volví a Río Cuarto, colaboré en distintas ediciones de Otro Punto. Y coordinamos algunas acciones con Alejandra y su colega y amiga Vanesa Lerner para defendernos de los implacables ataques de los abogados de Marcelo Macarrón, que nos demandaron por decir la verdad en nuestra cobertura periodística del cobarde crimen de Nora Dalmasso.
Alejandra me entrevistó varias veces, por distintos motivos, casi siempre vinculados al ejercicio de la profesión. Hace diez años conversamos sobre los juicios de lesa humanidad en Córdoba, donde se juzgaba a los asesinos de mi padre y otros treinta presos políticos de la última dictadura cívico militar. Estábamos sentados en un banco, en el campus de la Universidad, frente al comedor. Cuando apagó el grabador, ella lloraba sin consuelo. Comprendí, otra vez, que estaba frente a una gran periodista, capaz de empatizar al punto de sentir como propias las historias ajenas que contaba. Porque el periodismo es un poco eso: nutrirse de historias que (nos) conmueven.
Alejandra Elstein nos deja bellas y dramáticas historias -tanto en Puntal como en Otro Punto- que ya forman parte de la mejor antología del periodismo de Río Cuarto. Y nos deja también un ejemplo conmovedor de cómo se puede honrar la profesión y la vida con la misma intensidad y coherencia.
Hasta siempre querida colega y amiga.