Hace unos días me llamó por teléfono mi amigo y colega Alexis Oliva para invitarme al acto en homenaje a mi madre y los compañeres desaparecides que realizarán hoy frente a la Facultad.
Lo conversé con mis hermanos Hugo y Carolina y coincidimos que no estamos en condiciones anímicas de participar. Mi madre nos dejó hace una semana y todavía intentamos asimilar la pérdida y, sobre todo, procesar la pesadilla del Covid 19, que no le dio ninguna chance de sobrevivir, pese a que peleó como una leona durante dos semanas de cruel internación.
Es difícil sobrellevar tanto dolor. Por momentos se hace insoportable. Sabemos que hay más de 50.000 historias como las de mi madre en el país -aunque no las leamos en los medios de comunicación-, pero hasta que no nos toca de cerca no tomamos dimensión de lo que implica la tragedia del coronavirus.
Raquel Altamira fue madre y padre. Peleó a brazo partido por las causas que consideraba justas, pero sobre todo por nosotros, sus hijos, a quienes nos blindó con su fortaleza, sabiduría, tesón y sentido de la justicia. Fue inflexible en la preservación de la memoria de su compañero y en la exigencia de Justicia y cárcel a los autores de su cobarde fusilamiento y el de los otros treinta presos políticos con los que compartió cautiverio.
Pese al dolor que nos embarga en estos días, no queremos dejar de agradecer esta iniciativa de plantar un árbol en su nombre, que consideramos justa y merecida. Porque mi madre fue una militante de la vida, una sobreviviente del terrorismo de Estado. Ella nos salvó del horror y nos llevó al exilio para criarnos con amor, sobreponiéndose a la pérdida de su compañero y la lejanía de su propia familia. Fue nuestro ángel guardián, nuestro bastón de apoyo, nuestro estandarte cada vez que el dolor o la nostalgia nos hacían flaquear.
En la Córdoba de las tinieblas que siguió al Navarrazo, la madrugada que secuestraron a mi abuelo, los esbirros del General de la Muerte pasaron antes por nuestra casa. Quiso el destino que mi madre nos llevara el día anterior a la casa de sus padres para que la ayudaran con los preparativos del colegio, que empezaba al otro día. A pesar de que mi padre ya estaba preso, ella quiso que empezáramos las clases como el resto de los chicos. Y ese gesto de alguna manera la define: era recta, justa y tenía un enorme sentido de la responsabilidad.
En el exilio mexicano, mi madre afrontó en soledad la crianza de tres vándalos como nosotros -de 9,7 y 5 años- y además fue capaz de trabajar, estudiar y conocer a fondo ese país solidario y enigmático del que se terminó enamorando.
Nada la ataba a una sociedad que miró para un costado cuando asesinaron a su marido y secuestraron a su suegro, pero volvió a Córdoba por nosotros. Necesitábamos reconstruir nuestra historia, reconocer nuestra tierra, recobrar nuestra identidad. Y ella nos acompañó, solidaria, comprensiva, madraza.
Volvió del exilio con el título de Licenciada en Comunicación Social bajo el brazo. Tras soportar la indiferencia y el rechazo de sus (ex)amigues y compañeres, volvió a calzarse el delantal de enfermera. Se levantaba a las cinco se la mañana y se iba al Instituto del Quemado, donde trabajó hasta que pudo jubilarse, después de batallar para que los gobiernos reaccionarios del cordobesismo le computaran los años trabajados en el exilio.
Sin poder abandonar el trabajo en el hospital, entró a la cátedra de Semiótica en la Escuela de Ciencias de la Información. Hacía un esfuerzo descomunal para cruzar la ciudad de nuevo después de las agotadoras jornadas hospitalarias. La hacía feliz el contacto con profesores y alumnes. Era muy inteligente y paciente. Convivimos -ella como docente, yo como estudiante- en la “escuelita”. El día que rendí Semiótica se retiró del tribunal evaluador y se fumó una etiqueta entera de cigarrillos en el pasillo. Cuando salí y le dije que había aprobado con nueve, volvió orgullosa. A la noche, en casa, me confesó, furiosa: “No te pusieron un diez porque sos mi hijo”. No toleraba la injusticia, por mínima que fuera.
Aunque siempre cultivó el bajo perfil, fue un estandarte en el reclamo de memoria, verdad y justicia. Por su compañero asesinado, Miguel Hugo Vaca Narvaja, por su suegro homónimo, por los treinta fusilados en la UP1 y por las víctimas del terrorismo de Estado en las distintas causas que se fueron sustanciando en Córdoba -incluido el vergonzante juicio a los magistrados-, en las que tuvo asistencia perfecta.
Estaba orgullosa de sus hijos. De mi hermano Hugo, abogado querellante en la causa por los fusilamientos en la cárcel de San Martín y hoy juez federal; de mi hermana Carolina, integrante de la Comisión Homenaje de la UP1 y artista con fuerte compromiso social; de mí, periodista y escritor, defensor de causas perdidas, desterrado tempranamente de La Docta.
Mi madre fue feliz aquí, en estas aulas. Siempre insistió para que nos recibiéramos de algo, a la vieja usanza, de lo que fuera. Yo me inscribí en Literatura, Derecho y Comunicación Social y me terminé quedando en la “escuelita”. Estuvo presente cuando me recibí. También me acompañó, años después, en la defensa de mi tesis de Maestría en La Plata. Hasta no hace mucho persistía en su afán de cumplir ciclos para que su nieta Milagros -también estudiante en estas aulas- terminara la carrera.
Mi madre, Raquel Altamira, estuvo, está y estará siempre con nosotros. En los pasillos de la Facultad, en sus aulas, en estos árboles. Porque, como decía Walsh, el verdadero cementerio es la memoria.
En nombre de sus tres hijos y de sus nueve nietes, agradecemos de corazón este justo y merecido homenaje. Cuando estemos más enteros, vendremos a regar con todo nuestro amor este árbol que hoy plantan en su memoria.
Hasta la victoria siempre.