Tomas Hobbes escribió su Leviatán en el siglo XVII. Desde sus páginas el texto sirve de sustento a la promoción del despotismo y, como una variante de esa conducta – o tal vez su mejor expresión – lleva a la rastra la idea del Estado feroz, un perro de mandíbulas afiladas. Ese pensador duro como la muerte, dice de la comparación entre crímenes contra personas privadas: “de los hechos contra la ley, el delito mayor es aquel en que el daño resulta más sensible, a juicio del común de los hombres. Por consiguiente, matar en contra de la leyes es un delito mayor que cualquier otro daño (…)
Mariano Moreno escribe su Plan de Operaciones en la segunda mitad del colérico e implacable año 1810; el crimen alcanza allí, como instrumento de liberación política, la misma estatura que la palabra impresa a la hora de construir un futuro emancipado
Juan Bautista Alberdi dice a poco de comenzar a desplegar sus ideas en “El crimen de la guerra”: que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno contra mil, el crimen en si mismo es siempre un crimen. El notable tucumano argumentaba así a favor de la humanidad que seguía siendo evaporada de la tierra en guerras como la de la Triple Alianza.
El crimen . Hombres, motivos, circunstancias, aspectos nutricionales, condena a sus instrumentos…todas piezas que se conjugan desde el principio de los tiempos para desmontar ese algo penetrante que siempre nos replegó sobre lo más animal: el miedo. El miedo que hoy se pavonea por las calles de ésta o de cualquier ciudad de nuestro país, pone al descubierto el precario equilibrio que sostiene al sujeto sobre el entramado legal. Matar a un semejante en las calles porque nos robó o maltrató habla, a los gritos, del retroceso sufrido por el colectivo social. De la desventura que nos pasó por encima sin provocar otra cosa que reacciones destempladas, agrias, hostiles y mortalmente violentas. Hoy cuando finalmente José Díaz muere por los golpes de los muchos cobardes vecinos de ese laborioso barrio cordobés donde intentó robar a un adolescente, lo primero que deberíamos plantearnos es cómo llegamos a este nivel de ferocidad; qué inhibiciones cayeron, desactivando el freno de mano cultural, para que se legitime y argumente a favor de una conducta homicida, pretendida y equivocadamente “reparadora”.
La vida humana, su preservación, aún a riesgo de fracasar en el control de conductas desmadradas e ilegales, nos exige acentuar la adhesión a la ley. El crimen por mano propia repugna a la condición humana; dejar que el asesinato civil gravite decididamente en la esfera ciudadana nos reduce a estados primitivos, ajurídicos, al peor de los extravíos. Somos hijos políticos de la mayor tragedia jamás vivida en estas tierras; la masacre desatada entre los años 1976 y 1983 aún nos interpela esperando respuestas. Si nos obstinamos en sustituir la justicia por la propia mano no habremos hecho más que darle vida al fantasma de la facción, no ya estatal, sino ciudadana, vecinal, la de hombres y mujeres inyectados de venganza.
Nada es más difícil que vivir entre Hombres libres. Perder esa libertad a manos del crimen celebrado, “recomendado” y consentido por el hartazgo de vivir inseguros, solo convalidará la tesis de la muerte como el mejor reaseguro de los esclavizados.