“Primero hay que saber sufrir...”, escribió Homero Expósito en uno de sus tangos inmortales, acaso sin imaginar que muchos años después marcaría la impronta de la experiencia futbolera de la argentinidad.
1978 fue un año de sufrimientos. Quince días antes de que comenzara el Mundial, la dictadura de Videla y Martínez de Hoz cerró el taller ferroviario de Cruz del Eje, ciudad que ya contaba 18 víctimas del terrorismo de Estado. Mi viejo fue uno de los dos mil obreros que quedaron en la calle. Él tenía 38 años, yo 8, mi hermano 4, mi hermana todavía no estaba en la panza de mamá. Dos años antes, lo había visto enterrar lecturas prohibidas y otras cosas en el patio. Al final de ese año, lo perdería en un accidente de auto.
Pero igual vimos, sufrimos y disfrutamos el Mundial. En casa se gritaban los goles de Luque, Bertoni y Kempes. En la final con Holanda, el Matador abrió la cuenta y cuando empató Naninga pensé que todo se terminaba y me fui a llorar al baño del fondo. Me fueron a buscar cuando Kempes volvió a desnivelar y todavía con la vista empañada pude ver el gol definitivo de Bertoni. Y recuerdo que salimos a la calle a festejar. Es una de las últimas imágenes alegres con mi viejo presente.
Al año siguiente, brillaría en el Mundial Juvenil de Japón un pibe llamado Diego Armando Maradona, que luego debutaría y fracasaría con los grandes en España 1982. Cuatro años después, yo cursaba el último año de la secundaria y el fútbol se mezclaba con pulsiones hormonales, dilemas existenciales y pasiones políticas. En México 86, Diego les metía a los ingleses un gol por cada Malvina, dibujaba la gran obra maestra del fútbol, volvía a brillar contra Bélgica y nos ponía otra vez en una final. Esa vez fue dos cero arriba y empate, pero el crack de Villa Fiorito sacó un pase de la galera que Burruchaga trasladó en infinita carrera hasta la red. Luego de un moderado sufrimiento, festejamos esa copa que festejaremos por siempre.
Con mi vieja y mis hermanes siempre fuimos maradonianos. Somos hinchas de River, pero profundamente maradonianos. Lo bancamos desde las vísceras hasta la filosofía, como artista del fútbol, como ser humano contradictorio y como héroe trágico.
Con esa impronta sobrellevamos el Mundial Italia 90, un sufridero de principio a fin. La taquicárdica victoria contra Brasil con el maravilloso gol de Diego y Cani, el penal atajado a Maradona en la definición con Yugoslavia donde Goyco empezó a ser héroe, el empate y los penales con la Azurra local, otra vez con doble atajada de Goyco y definición de Diego (para mayor suspenso, igual que lo había pateado en el partido anterior). Y la frustración y bronca del partido final, otra vez frente a Alemania.
Así que para el siguiente hubo que jugar eliminatorias, en las que casi quedamos afuera con aquella catastrófica derrota frente a Colombia. Nos metieron cinco a cero en nuestro propio Monumental. Esa noche no pude dormir y me puse a escribir lo que sería el primer texto publicado de mi vida: una carta de lector que llevé al Página 12 Córdoba, titulada “Plegaria para tu vuelta”. Como si la hubiera leído, Diego volvió y nos salvó en el repechaje frente a Australia.
A Estados Unidos 94 llevamos un lujoso plantel que arrancó con ilusiones de revancha, para la selección y para Diego. Pero tras un partido épico contra Nigeria, el 10 fue expulsado del Mundial por un dopping más cargado de vendetta política que de ventaja deportiva. Ahí nos “cortaron las piernas” y al día siguiente mientras digería la ginebra con que intenté matar las penas leí en la contratapa del mismo diario una nota del Gordo Soriano titulada simplemente: “Dolor”.
El haber vivido desde muy temprano el autoritarismo y la complicidad de la Iglesia Católica con la dictadura pudo haberme hecho ateo mucho antes de leer a Marx. En eso estaba cuando el fútbol me convirtió en politeísta. Porque el universo nos regaló a otro D10s de la redonda. Desde que apareció Lionel Messi en el firmamento futbolístico lo bancamos siempre, con la misma devoción que a Diego (quienes me conocen mucho o poco pueden dar fe), y también me propuse ver todo, no esquivar ninguna molécula de tensión y angustia, no escaparme nunca más al baño como en aquella final del 78.
Así fue en cada Mundial, en Cada Copa América y en cada eliminatoria, poblados de frustraciones hasta ese Maracanazo de 2021 que rompió el maleficio. Así fue también en este Mundial de Qatar 2022, en el final de un año difícil, que nos encuentra pasados de ácido láctico, acalambrados y al borde del desgarro muscular y/o mental.
Al primer partido lo vi fuera de casa y perdimos con Arabia Saudita. Al segundo contra México lo vi con Caro y nuestras hijas, en la compu porque no logramos cargar ni conectar nada al TV dizque inteligente. Pasó el primer tiempo y las niñas soportaban una mezcla de tristeza y aburrimiento. Yo empecé a sentir vergüenza (propia, nunca ajena, personal y colectiva), a sentirme un cabal exponente de un pueblo condenado al dolor y la frustración.
Pero también somos eso tocado por la grandeza y entonces el 11 se la tiró al 10 que sacó ese estiletazo potente y cruzado que quizás fue para nosotros el gol más importante del Mundial, porque fue el que abrió el camino y porque a esa altura nos estábamos quedando afuera.
De ahí en más le pusimos el cuerpo al “son todas finales”, aguantando desde los himnos hasta el desahogo del pitazo final, estallando en cada gol albiceleste. Sólo me desconectaba en los entretiempos, que se me volvían insoportables. Para sobrellevarlos inventaba laborterapias: lavé zapatillas a mano, cosí botones y en la final corté el pasto con tijera y al rayo del sol. Sí, ya sé, necesito la tarjeta del psicólogo del Dibu. Ojalá trabaje con mi obra social.
Por supuesto, también hubo festejos, pero en modalidad coherente con mi (y nuestra) historia. Mucho desahogo solitario, mucho abrazo con familia y amigos. Nunca cantar victoria antes de tiempo, nunca gritar el gol en la cara a los rivales, nunca el triunfalismo careta.
Pero justamente por la misma historia y el recuerdo de cierto periodismo hipócrita, bancamos también la confrontación contra tanta campaña sucia. Si el diario La Nación critica a Messi por “vulgar” y a la selección por “pendenciera”, aguanten el vulgar y los pendencieros, qué mierda. Si el Clarín objeta que la selección iba a transitar hasta semifinales “sin enfrentar a campeones”, nos vemos en la final con tu campeón y con vos, Clarín.
Así llegamos a otra final, en la que asistimos a uno de los espectáculos más dramáticos de la historia del fútbol. “Si la guionás, no te sale”, diría un amigo. Argentina jugó un primer tiempo soñado, durante el que tradujo en goles una estrategia craneada por Lionel Scaloni, con un Di María hambriento, inspirado e irrespetuoso del hasta entonces campeón. Tenía que ser él quien coronara uno de los mejores goles de los mundiales, en un vertiginoso, exacto y letal flipper, con varios toques de primera que terminaron al fondo del arco de Lloris.
En el segundo, el trámite no se alteró drásticamente, pero sí el resultado. Un señor jugador y gran campeón llamado Mbappé empató en dos ráfagas y volvió a empatar en otra luego del gol de suspenso que volvió a poner a Argentina arriba en el complemento. De acá en más, el 10 afro-galo será el mandinga que pueble mis pesadillas, más que Klinsmann, Klose y Götze juntos. Por eso, a modo de exorcismo, quisiera dedicar sus goles a quienes le gritaban insultos racistas y transfóbicos. Francia no mereció el empate. Mbappé sí. Y esos garcas argentinos también, porque son los mismos otrora anti-Maradona, hasta ayer anti-Messi y siempre anti pueblo.
Ya que estamos, avísenle a los de Clarín que sus colegas del diario francés Le Figaro publicaron la encuesta “Mundial: ¿es merecida la victoria de los argentinos?”, que hasta anoche arrojaba un 81,87 por ciento SÍ y un 18,13 NO.
Es que Argentina es un gran campeón, y Messi el mejor del Mundial, el mayor jugador de la historia mundialista. Por genio y corajudo, pero antes y sobre todo por laburante. En este torneo las hizo todas: golazos, gambetas y asistencias. También guapeó y bardeó cuando hizo falta. Pero sobre todo asumió su responsabilidad como trabajador del fútbol y cómo líder de grupo. ¿O no es ese compromiso lo que mostraba su semblante cada vez que agarraba la pelota para ejecutar ese género de thriller futbolístico que es el tiro desde el punto del penal? Ese lugar tremendamente solitario donde él se anima a enfrentar los fantasmas de la trágica narrativa de los ídolos populares argentinos, desde Medellín 1935 hasta Boston 1994 y después.
Desde la última Copa América, Lio se empezó a liberar de ese karma y ahora después de levantar la del mundo ya puede dedicarse a lo que tenga ganas, a lo que se había ganado desde hacía rato: perseguir el verano y fumar porro por el mundo, si le cabe; jugar en el club que quiera y el próximo Mundial, si se le canta.
En este certamen, al rosarino lo acompañó un gran equipo y otro jugador símbolo, que también fue su complemento para las definiciones por penal. El Dibu Martínez, ese monstruo en modo Goyco reloaded que nos salvó en la última jugada del partido y nos consagró en los penales. Por eso fue el mejor arquero del Mundial.
Por ellos y por todos los demás, a los ahora ex anti-Messi y ex anti-Selección sólo les digo: bienvenidos al festejo. Él y ellos también trabajaron para ustedes.
En cuanto a mí, he aprendido que al menos en el fútbol es una gran verdad lo que escribieron Homero en Naranjo en flor y Francisco Luis Bernárdez en el poema Para recobrar lo recobrado: “Porque después de todo he comprobado / Que no se goza bien de lo gozado / Sino después de haberlo padecido / Porque después de todo he comprendido / Que lo que el árbol tiene de florido / Vive de lo que tiene sepultado”.
Gracias por tanto, muchachos. Y salud, hermanas y hermanos. En 36 años de espera y aguante, nos hemos ganado con creces esta alegría. Ahora podemos reencontrar aquel niño que fuimos entreverado en la felicidad de les pibes. A bailar y que siga la fiesta.