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Hogar Escuela Juan Perón
Los niños en el recodo del infierno
Por | Fotografía: Gentileza Archivo General de la Nación.
Foto: El hogar escuela Juan Perón, hoy Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia.
Juan Carlos Maldonado habla de Memorial J, el libro de recuerdos sobre su paso como interno por el Hogar Escuela Juan Perón, tomado por los "libertadores" en septiembre de 1955.
Publicada el en Libros

“En nuestro lugar todavía no había sucedido nada, las preceptoras lloraban, las niñas gritaban. Los varones estábamos excitados, no teníamos miedo, creíamos que acompañaríamos a los soldados en la defensa del lugar (…) el griterío de las niñas era infernal, las preceptoras no las podían calmar. Las niñas gritaban y lloraban”.  Eran 500 los niños que habitaban el Hogar Escuela Juan Perón ese viernes 16 de setiembre de 1955. Nada podían comprender. Tenían entre 6 y 12 años.  Sobre Parque Vélez Sársfield, al otro lado de la avenida, un grupo de soldados ametrallaba el edificio. Niñez desamparada. Niñez olvidada, que Juan Carlos Maldonado recupera en Memorial J, su libro editado cuando terminaba el 2022. Ese niño que fue, 68 años después, reaparece en los juegos y el mundo protegido, anterior al 55. Ese que se transformó en un infierno de traiciones y persecuciones con la llamada Revolución Libertadora. Niños como botín. Tirados cuerpo a tierra. Viendo como las balas de oficiales del Ejército Argentino disparaban  a mansalva.  “A mí me salvó la vida escaparme”, dice. Tenía poco más de nueve años. Era un niño solo, caminando hacia las quintas del sur de la ciudad.

El escape final vendría dos años después cuando el idílico lugar diseñado y pensado por la Fundación Eva Perón se vio transformado en un espacio oscuro. “Los niños de entonces, los que estuvimos como internos bien tratados en el Hogar Escuela Juan Domingo Perón, ingresamos, por invisible mano, a uno de los recodos del Infierno donde las llamas de la crueldad ardieron sobre nuestros indefensos cuerpos”, escribe Maldonado.

Ahora recuerda Juan Maldonado. Se emociona. Reflexiona. Durante la charla asomarán Julio Cortázar, Ítalo Calvino, Jorge Luis Borges. Y sus manos, esas de un hombre de más de setenta años que editó en Córdoba miles de libros bajo el sello Alción, son las manos del niño, ese que juega a la payana en los pasillos del Hogar Escuela. “Los niños éramos tratados de manera privilegiada. Era real. No era un invento de uno”. Recuerda a las preceptoras poniendo dentífrico sobre el cepillo de cada niño, los zapatos lustrados y la ropa doblada al pie de la cama, cada noche. La libertad de los juegos y el deporte, memora. Y la figura de Teresita Re, esa preceptora que les enseña en algún lugar del tiempo a jugar a la payana. Las piedras flotan en el aire. Y las manos se mueven rápido, como ahora, que siete décadas más tarde intentan explicar. Hablan de ese Hogar Escuela con pileta olímpica, con espacios lúdicos y camas ordenadas, algo que en el recorrido del libro podría resumirse en la palabra amor. El lugar sigue en pie, sobre la avenida Vélez Sársfield, en Córdoba.  Al edificio se lo llama Pablo Pizzurno y es la sede del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia. Los sueños de libertad de esos niños se desvanecieron apenas cesaron las balas del 55.

La vida, un cuento

Hasta entonces, cuando la dictadura cívico militar encabezada por Eduardo Lonardi derrocó a Juan Domingo Perón, 500 niños de escasos recursos de la ciudad de Córdoba se alojaban durante la semana en el Hogar Escuela. Desde allí se trasladaban en colectivo al Colegio Emilio Olmos, el mismo al que asistían los chicos de las clases medias altas cordobesas. Ese mismo espacio integrador que en los 90 se convirtió en shopping. En sus  aulas, en el recuerdo de J, vuelve la voz Chola Pérez, esa maestra narradora, que les traía los cuentos, las novelas. “Es Increíble. Las narradoras que uno tuvo la suerte de tener al frente, de escucharlas. Son épocas que para uno van navegando en la magia pura. Porque cuando uno escucha un cuento y tiene ocho años, vuela, se levanta del suelo. Y no hay niño que no se haya conmovido con los cuentos esos…”

Pero el cuento terminó ese mediodía de viernes de 1955. J, ese Juan al que el autor se refiere casi siempre en tercera persona, quedará, como los otros 500 niños, preso de odios incomprensibles y ajenos que entrarán a los dormitorios armas en mano tras la caída de Perón. “Una noche J recuerda aún al gordo Andreatta, hermano del cura párroco de la iglesia del barrio Las Flores. Gordo inmundo y sinvergüenza, paseando por los pasillos del dormitorio, pistola en mano (…) El Matón se dirigió a su cama y tomó a J de los cabellos. Lo llevó arrastrando violentamente hasta el pasillo y lo dejó ahí, mirando la pared”, narra Maldonado en el libro. Todo por una conversación. En la noche oscura.

Los juegos cambiaron por catecismos y rezos, en ese entonces. Y conmueve  el momento en que  J se niega a confesarse  y  comulgar frente a un cura.” Uno elige no comulgar porque es una desobediencia a la que uno tiene que apelar para sobrevivir. No podía aceptar ese mandato”, dice ahora Maldonado.

Rostros

Después de la Libertadora, llegó Albornoz. Niño tímido, introvertido. Que se decía radical e hincha de la U (Universitario). Con la violencia de la sociedad toda instalada en el dormitorio 5, fueron los niños los que se transformaron en traidores y matones. Todo valía en esos espacios, entones. Y Albornoz sería el chivo expiatorio. Golpeado, vilipendiado.

Resulta imposible durante la lectura no relacionar a J con el Juanito Laguna de Antonio Berni. Ese niño que resistía las miserias de las dictaduras en los suburbios y en las villas de emergencia. Como Albornoz, como aquellos niños, aún tenía esperanzas ese Juanito. El relato llega al epílogo con un encuentro. Albornoz es un linyera que camina por la vereda de la avenida Colón. De frente al autor del Memorial J. Las miradas se cruzan. Y se ecucha un “Chau Baldonau”. Maldonado reconoce a Albornoz, acaso un Juanito Laguna olvidado. “Uno ahí está contado que va a terminar sufriendo por Albornoz. Era un niño tan bueno que jamás se quejó. Y por eso la vida, quizás, lo puso en el lugar exacto. Tendríamos que estar todos al lado de él. Un linyera, en cualquier sociedad de cualquier época y de cualquier lugar, es el hombre más elevado. Es al que todos le deben respeto”, dice ahora Maldonado.

“Todo eso es real, no es que lo inventé. No inventé nada. Lo único que hice fue tratar de escribir”, rememora. Entonces asoma una escena que no pudo ser imaginada siquiera por Teresita Re: antes de que entraran los militares de la Libertadora al salón de actos donde los niños se refugiaban, uno de ellos, un tal Vaca, descolgó uno de los cuadros de Eva Perón de las paredes y logró esconderlo. Después los evacuaron. Al salir pudieron ver las letras de bronce que nombraban el lugar, destrozadas por una ráfaga de metralla. El “Hogar Escuela Juan Perón” había sido tomado. Días después regresaron. Y, durante meses, una vez por semana, Vaca invitaba sus compañeros del dormitorio 5. Se juntaban en un rincón del taller. Entonces, sacaba el cuadro. Y los niños contemplaban el rostro en silencio. En la memoria, J aún lo contempla, como quien contempla algo que jamás le podrá ser arrebatado, aunque la sociedad toda lo haya olvidado. Y él sea ese niño que aún escapa hacia las quintas del sur de la ciudad.

Roy Rodríguez
- Periodista -