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Histórico hallazgo de restos humanos en La Perla
Por la zaranda de la verdad
Por | Fotografía: Gentileza Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF)
Foto: El hallazgo de restos humanos en los hornos del predio de La Perla reafirma la dimensión del horror en los dominios de Menéndez.
Luego de once años de búsquedas infructuosas en los predios del Tercer Cuerpo de Ejército, el 21 de octubre se encontraron por primera vez restos humanos que podrían pertenecer a desaparecidos. Cómo avanza la investigación del Equipo Argentino de Antropología Forense
Publicada el en Crónicas

Hacia un lado y hacia el otro, ese sucio puñado de arena y grava baila y se resume, caprichoso, en la zaranda. Metáfora de la esperanza, de la lucha, de los sinsabores y del olvido. Otra vez se escurre y nada queda. Otra vez volver a empezar.

Vuelve a vaciarse la carretilla que aparenta cargar sólo restos polvorientos traídos del corazón de esos viejos hornos de cal de la estancia La Ochoa, perdidos en medio de la serranía inmensa que -aún cercana a la autopista- logró escapársele al progreso.

Once años han pasado desde la primera vez en que los profesionales del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) comenzaron a escudriñar los campos del Ejército, aledaños a lo que fuera el campo de concentración y exterminio de La Perla, el segundo mayor de la dictadura militar, el lugar por donde se estima pasaron más de cuatro mil personas, de las cuales al menos un millar nunca volvieron a ser vistas.

Once largos años de analizar testimonios, intentar ubicar los escenarios descriptos y comparar fotografías aéreas anteriores y posteriores a la matanza del Proceso.

Once desérticos años de cavar y cavar y sólo encontrar estratos alterados, señales de movimiento de suelo, cicatrices ocultas de lo que intentó esconderse para siempre, pero nada más. Nada.

 

Desaparecer cementerios

 

No era simplemente una hipótesis. A mediados de 2008, el presidente del Archivo Nacional de la Memoria, Ramón Torres Molina, presentó documentación ante la fiscal federal Graciela López de Filoñuk que certifica que, en 1981, los militares “levantaron” un “cementerio” en La Perla para borrar las huellas de la matanza.

Para esa época, la dictadura ya había destruido todo lo posible porque desde varios años atrás diferentes organismos internacionales de derechos humanos presionaban para que la Junta Militar respondiera sobre las denuncias de desaparecidos en campos de concentración, comisarías y reductos siniestros. Los secuaces de Luciano Benjamín Menéndez debían actuar rápido. Y así lo hicieron.

La documentación de Torres Molina prueba que en los alrededores del campo de concentración (que en 1981 llevaba tres años “cerrado”) se hizo desaparecer un “cementerio”, una gigantesca y macabra fosa común con centenares de cuerpos taladrados por la metralla, apiñados y probablemente incinerados.

Semejante destrucción y ocultamiento de pruebas quedó registrada en dos documentos firmados por un teniente coronel retirado, que exigía beneficios salariales como compensación por los “daños psicológicos” que le generaron esos “actos de servicio”.

 

Ni una sola señal

 

“Desde el año 2004 empezamos con esta tarea”, relata el antropólogo Darío Olmo a Revista El Sur, al ser consultado para esta crónica. “Después de las prospecciones, en el año 2005 empezamos a excavar. Todos estos años hemos estado trabajando en diferentes puntos sin un solo resultado positivo”, cuenta buscando describir la magnitud de la frustración que acarreaba esa larga sucesión de fracasos.

De todos esos procesos que terminaron en la nada, el mayor fue el desplegado a partir del testimonio de José Julián Solanille, el baqueano que afirmó haber visto entre las colinas la fila de penitentes prisioneros, parados de espaldas a la fosa, con sus cabezas vendadas, despedirse para siempre de la vida al caer perforados por la metralla de un pelotón.

“Cuando fuimos detrás de este testimonio, recorrimos y excavamos todos los lugares que Solanille nos señaló”, recuerda Olmo. “Hasta reconstruimos el incidente en el cual él ve desde lejos la fosa”. Hicieron que el arriero se parara en el mismo lugar donde el lugareño había estado, en aquella primavera de 1976, y se montó algo parecido a una recreación de la escena, con la intención de reconstruir el momento de aquella cacería masiva.

“Las excavaciones fueron masivas en toda esa zona, sin embargo nunca dimos con nada”, recuerda resignado. Sólo algunos rastros de sedimentación mezclada, que parecían indicar que efectivamente el terreno había sido modificado.

“Al menos hemos podido ir descartando zonas sobre las cuales había alguna expectativa de encontrar los enterramientos, o habían sido señaladas por algún testimonio", señala el principal referente en Córdoba del EAAF.

Planificar un hallazgo

 

Claro que el desánimo no parece contar para este grupo de antropólogos cuyo prestigio viaja por el mundo desenterrando verdades y sepultando mentiras.

Como en el cementerio San Vicente de Córdoba, rescatando e identificando decenas de cuerpos que habían sido enterrados como NN; como en Bolivia, desenterrando y rescatando para la historia el cuerpo de Ernesto Che Guevara; como en México, cotejando los rastros de los 43 estudiantes recientemente desaparecidos; como en Guatemala o El Salvador, como en Chipre, Croacia, Kurdistán, Irak, Etiopía, Zimbabwe, Congo, Filipinas, Sudáfrica y tantos otros lugares donde llevan el compromiso y la dedicación heredados de su fundador, el norteamericano Clyde Snow.

Y su trabajo, más que guiarse por el simple tesón o por el afán de llegar algún día a la verdad material de lo sucedido en los predios del Tercer Cuerpo, también aquí se deja conducir por criterios científicos estrictos, que a lo largo de todos estos años han sabido marcar el camino.

Contratado desde hace más de una década por el Juzgado Federal N°3 en calidad de peritos, el EAAF llegó al sector de los hornos como parte de la planificación asignada para 2014. Los trabajos se vienen haciendo con la dirección del equipo y del arquitecto Juan Sánchez.

Estaban previstas tres zonas concretas para trabajar en el año. Las dos primeras quedaron agotadas sin resultado alguno. Una de ellas era en la llamada Loma del Torito. La otra, un sector llano identificado a partir de las fotografías satelitales comparadas. Tampoco trajo buenas noticias.

A los hornos llegarían por “testimonios de segunda mano”. Se trataba de personas que recordaron que, siendo chicos, sus padres les contaron que habían sentido olor a carne quemada en los hornos de la estancia La Ochoa. “Era un comentario del lugar, porque en esa zona hay un caserío muy pequeño. Vivía allí gente que antes trabajaba en la cantera o en las quintas que alquilaban”, remarca Mirta Rubín, secretaria penal del Juzgado Federal N°3, a cargo de la investigación.

“No eran estos los testimonios más fuertes –completa Darío Olmo-. Hubo otros mucho más precisos que al final no prosperaron”, describe, permitiéndose un grado de asombro por lo serpenteantes que suelen ser los caminos de una investigación.

Pedido de condecoración

 

Una documentación similar a la que presentara el fiscal Torres Molina para demostrar la decisión expresa de hacer desaparecer todo rastro de la matanza, fue la que varios años después firmaría el represor Guillermo Enrique Bruno Laborda.

El 10 de mayo de 2004, como recurso argumental que conformaba un reclamo administrativo, describió en un documento dirigido a sus superiores el “acto patriótico” de haber fusilado a una mujer que acababa de tener a su bebé y le rogaba vivir.

“Arrodillada y con los ojos vendados, recibió los impactos de más de veinte balazos. Su sangre, a pesar de la distancia, nos salpicó a todos. Luego siguió el rito de la quema del cadáver, el olor insoportable de la carne quemada y la sepultura disimulada, propia de un animal infectado”, suscribió Bruno Laborda. ¡Cómo no darle un aumento a semejante servicio patriótico!

Esa mujer se llamaba Rita Ales de Espíndola y estaba secuestrada en La Perla. Los demás prisioneros le decían cariñosamente “la panzona”, porque parecía que en cualquier momento su niño saldría solo. “Rita esperaba con ansiedad ver nacer a su hijo, quería que todo se terminara de una buena vez. Pienso que intuía su final”, testimonió la sobreviviente Teresa Meschiati.

En marzo de 1978, Rita fue llevada al Hospital Militar para que tuviera a su beba, que luego fue entregada a su abuela, Susana Dillon, histórica dirigente de la filial Río Cuarto de las Abuelas de Plaza de Mayo. A Rita la regresaron a los campos de la Guarnición Militar Córdoba y poco después la ejecutaron. Por Bruno Laborda se pudo saber cómo fue.

Ese particular “descargo” del represor llegó a la Justicia Federal, que poco tardó en sentarlo en el banquillo del actual megajuicio por los delitos de lesa humanidad en La Perla. Sin embargo, a mediados de 2013, murió de cáncer y sin condena.

Pero hay más testimonios que abonan la misma certeza. Ya en tiempos de la democracia, un amigo de Ester Felipe y Luis Mónaco, secuestrados y desaparecidos en enero de 1978 en La Perla, se juntó mucho después cara a cara con uno de los torturadores más sádicos del campo de concentración para preguntarle por la pareja.

El militar acabó su café de un sorbo y lanzó las verdades que esperaban de él. “Estuvieron en La Perla. Pero si usted me pregunta dónde están enterrados, no se lo puedo decir, porque cambiamos alambrados, sacamos árboles, alteramos todo para que ni siquiera nosotros mismos sepamos en qué lugar están esas tumbas”.

Los fusilamientos masivos y el posterior desenterramiento para ocultar pruebas fueron parte de la metodología criminal del Tercer Cuerpo de Ejército. Así lo entiende la fiscal federal Filoñuk. Y es a partir de allí que la investigación se estanca: ¿Qué ocurrió con los cuerpos? ¿Adónde los llevaron?

Entonces sí, lo que viene son hipótesis, y tal vez la más fuerte sea la que se desprende de la misma “confesión” de Bruno Laborda: que los restos fueron extraídos y llevados a las Salinas, en el norte de la provincia de Córdoba, porque la sal se come los huesos, y con ellos cualquier vestigio de verdad.

Como sea, el Juzgado Federal Nº3 y el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) tienen una certeza: algo debió quedar en los predios de La Perla. Algo, mucho, o hasta todo. 

 

Dar en el hueso

 

La zaranda no sabe de ansiedades y su veredicto es inapelable. Hace once años que esos mismos hilos de metal venían rehusándose a capturar la más mínima señal de tan espeluznantes realidades. Aquel mito de que nunca se iba a encontrar nada ha venido ganando una partida de largo aliento, estrangulando las expectativas de familiares y amigos que suplican no morir sin antes saber el destino final de sus seres queridos.

Ese silencio ha venido imponiéndose. Y lo hizo de manera categórica, hasta que el martes 21 de octubre un grito sorprendió al puñado de muchachos y chicas que esa misma mañana habían arrancado con el cometido de siempre.

-¡Es un hueso!- se escuchó desde la explanada hacia donde desembocan los viejos hornos de cal, abandonados en 1975.

Y era un hueso. El primer hueso. El primer hallazgo en todos esos años de sequía. La primera señal concreta, palpable, científica, contundente. Y con ella, el final de aquel mito de lo imposible.

Dos costillas, parte de un sacro, y otros fragmentos que podrían pertenecer a los brazos o las manos. Algunas de estas pequeñas partes reveladas del secreto de La Perla presentan signos de haber sido incineradas. Los envuelven restos de cal apagada, que seguramente contribuyó a su conservación.

La tarea no es sencilla y demanda enormes esfuerzos a la docena de personas que desde aquella histórica jornada hasta el día de hoy le dedican ocho horas de trabajo por jornada. El objetivo es lograr que esos olvidados hornos de cal terminen contando la verdad. O al menos parte.

Adolfo Ruiz
- Periodista -