¿Cómo se está sin estar, dentro de la tierra que lo vio a uno nacer?, ¿cómo se transita la vida desde el silencio, con la memoria reprimida?, ¿cómo se vive en esa suerte de ‘no lugar’, lejos de los afectos, del hogar, de lo cotidiano?, ¿cómo se camina en la clandestinidad, cuando la vida tal y como la conocíamos hasta entonces se esfuma frente a nuestros ojos y desaparece detrás de puertas que nunca más podremos volver a abrir?
“El proceso de Memoria, Verdad y Justicia queda rengo cuando la palabra no circula en torno a miedos y dolores reprimidos. Estos recuerdos están teñidos por el discurso hegemónico, y es con estos recuerdos con los que debemos construir la verdad histórica”, dicen desde el Colectivo Insilio, que busca conectar y visibilizar a esa parte de la población que también fue víctima del Terrorismo de Estado, pero que aún no ha sido reconocida como tal.
¿Qué fue de nosotros, los que nos quedamos en el país?, se preguntó allá por 2018 Beti Argañaráz, hija de Otilia Argañaráz, una de las fundadoras en Córdoba de Abuelas de Plaza de Mayo.
La pregunta caló hondo en el equipo de prensa de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas de Córdoba; las siete mujeres que conforman el equipo (ver Recuadro) habían sufrido distintas formas de represión: secuestros de familiares, asesinatos de compañeros, persecuciones y la necesidad urgente de mudarse, de pasar a la clandestinidad.
Cada una de sus historias personales se tocaba y tenían un común denominador, porque aunque los dolores y las circunstancias eran diferentes, el silencio y el trauma era el mismo. Después de la pandemia, aquella pregunta inicial cobraría cada vez más fuerza, hasta que en noviembre del año pasado el proyecto vio la luz en un encuentro realizado en el patio de la sede que Familiares tiene en el Pasaje Santa Catalina 66, al lado del Cabildo Histórico de la ciudad.
Ayudadas por la Facultad de Filosofía -concretamente la Escuela de Historia y dentro de esa escuela, quienes trabajan con la historia oral-, redactaron un texto explicativo para salir a la sociedad, abrieron una casilla de correo electrónico y los mails de personas que se sintieron identificadas con el proyecto empezaron a llegar.
La repercusión fue abrumadora: escribían desde el interior y desde otras provincias, incluso alguien de Mendoza viajó a Córdoba para tomar contacto con el colectivo que empezaba a gestarse y que no tiene antecedentes en el país.
Ana María Guillaume tiene 70 años, cuatro hijos, seis nietos y unos profundos ojos azules que de a ratos se inundan. “Siempre prometo que no voy a llorar, pero me cuesta”, admite una de las ideólogas del proyecto. “La palabra Insilio no existe en el diccionario, la Real Academia Española (RAE) no la contempla, como sí contempla la palabra exilio. Y no aceptamos que se diga ‘exilio interior’, porque es como un oxímoron. Nosotros instalamos la palabra insilio aunque hay gente que la ha trabajado en literatura, también la he visto en la diversidad de género; trabajan la palabra insilio porque la sociedad los saca, los elimina”, dice.
Insilio(s)
Como primera instancia, desde el colectivo se dieron la tarea de caracterizarlo: “Se trata de aquel estar sin ser dentro de la propia patria, que se presenta ajena, pero no enajenada exclusivamente en lo socioeconómico sino en el sentido, en lo destinal, en el a dónde va todo. El insilio se caracteriza por el silencio. A veces ese silencio es casi total. A veces es un discurso traducido, malversado, revisado al extremo para que no revele huellas de la impronta original y su fundamento. A veces ese silencio es alterado por una cierta expresión que se extiende de un modo sutil y corre siempre el riesgo de ser descubierto. El insilio es una identidad vulnerada porque es una memoria reprimida”, reza el texto explicativo.
El proyecto busca, a través de la palabra y de los vínculos, deshacerse de ese manto de silencio impuesto durante el terrorismo de Estado e incluso después: “Nos dimos cuenta que no lo habíamos hablado nunca. Porque cuando llegó la democracia, cada una a su manera se fue sacando los traumas que habían quedado de aquel momento de a poco. Para que tengas una idea, en el 2008, cuando comenzaron los juicios acá, fue cuando dejé de tener tanto miedo”, relata Guillaume.
En efecto, el terrorismo de Estado había logrado plantar realmente el terror, incluso antes de 1976, previamente al golpe de Estado, cuando grupos paramilitares reprimían, perseguían y desaparecían a militantes, activistas, estudiantes e intelectuales. “Aquellas épocas fueron terribles, muy difíciles. De las mujeres que formamos parte de este grupo soy la única que siguió militando durante todos esos años. Mi pareja era del comité central de un partido y seguimos adelante. Yo también seguí militando, en cambio mucha gente no pudo porque se desmembraron los partidos, especialmente todos los partidos de lucha armada. Entonces la gente quedó sin tener una posibilidad de nada. Perdió todo”, dice Guillaume. A partir de allí, muchas personas se vieron obligadas a resolver sus circunstancias desde la soledad más absoluta: cortaron códigos, olvidaron números de teléfonos y direcciones, dejaron atrás todo lo prescindible y caminaron a tientas en direcciones individuales.
Eran tiempos difíciles en los que hablar, trabajar, parir, criar hijos, hacer las compras y las tareas cotidianas estaban atadas a normas de seguridad y a una incesante inseguridad. Había que soportar el dolor de ver cómo compañeros y conocidos desaparecían, saber que estaban en algún lugar y no encontrarlos. Ni siquiera poder salir a buscarlos porque todos eran buscados. “Todos sabíamos que ellos tenían esas famosas listas, quedó comprobado cuando acá, en la documentación de la policía aparecieron todas las órdenes de captura”, rememora Guillaume.
Ese dolor iba desmoronando las voluntades y el miedo se colocaba como el gran protagonista. Era miedo a todo: miedo a quedarse dormido una noche y no escuchar si venían por uno, miedo a bajarse de un colectivo y que alguien se bajara detrás (entonces apelar al amague: hacerse como que uno bajaba y quedarse), miedo a dar vuelta en una esquina y no saber si ahí podía haber alguien esperando a que uno llegara, miedo a golpear la puerta de la casa de algún compañero y que estuvieran esperando adentro (porque cuando detenían a uno se quedaban adentro esperando a ver quién más iba).
“Era difícil mantenerse firme, no existía la posibilidad del descanso, podías dormir de a ratos pero no descansabas. No había un momento de tranquilidad, era todo el tiempo sentir miedo y no porque yo estuviera militando, siguiera con el mimeógrafo y llevando documentos, panfletos o mandando correspondencia con el periódico adentro. No era yo, todos estábamos en la misma situación. Sabíamos que una cita en un bar era muy comprometida, entonces no teníamos ni siquiera dónde encontrarnos”, insiste Guillaume.
Y de nuevo el silencio como principio rector: “El silencio nos cerró la boca de tal forma que ya no fuimos nosotros. No te acercabas a viejos compañeros ni a viejos amigos de la infancia porque cuando te vieran iban a cerrar la puerta. Y a las nuevas personas que conocías en el barrio donde te habías ido a vivir les tenías que mentir, tenías que esconderte, no podías decir quién eras”, recuerda.
Muchas llaves quedaron en incontables bolsillos, sin puertas para abrir: “Nos tuvimos que ir cada uno donde pudo. Por supuesto que muchos amigos e incluso familias, por el temor que le tenían a ese terrorismo, no se solidarizaban. Por lo tanto quedabas totalmente desvinculada de lo afectivo que te podía contener y dependía todo de vos mismo”, apunta Guillaume. Y a modo de anécdota cuenta que su madre, que vivía en un barrio de Córdoba cuando todo empezó, guardó el documento de identidad de su hija en una lata de leche Nido y lo enterró en el patio de la casa. Cada tanto lo sacaba para que no se oxidara. “Mi mamá me decía: ‘vas a ver que algún día lo vas a volver a usar’”.
Hubo quienes dijeron no querer tener hijos hasta que todo pasara, pero también hubo quienes tuvieron hijos porque necesitaban seguir reforzando sus vidas con un futuro.
El regreso a la democracia alumbraba un nuevo país para todos, pero la transición no sería fácil. “¿Cómo llegás a ese momento de democracia si tenés todo esto adentro y no lo has podido saldar mientras lo vivías pero sabés que tampoco podrás saldarlo inmediatamente si tenés conciencia de que los cadáveres que viste a lo largo de ese tiempo fueron torturados por gente que después siguió trabajando, que andaba por la calle?”, se pregunta Guillaume.
El colectivo, que tiene un espacio de funcionamiento en el Archivo Provincial de la Memoria, busca llegar a otras instituciones en la medida en que haya coincidencia en las ideas. “Hay organismos de Derechos Humanos a los que ya hemos llegado con muy buena aceptación. Nosotros estamos por Memoria, Verdad y Justicia, pero no pedimos ni aceptamos ningún tipo de compensación económica. Si hay alguien insiliado quiere hacerlo por su cuenta puede, pero nuestro colectivo no va a ir para ese lado. Sí buscamos reconocimiento social, instalar un tema del que no se habló nunca, y aunque el proyecto recién está empezando, eso ya se está dando”.
Mujeres al frente
Las mujeres que conforman el equipo de trabajo del Insilio Rosario Rodríguez, Beti Argañaraz, Rosa Moré, Ana María Guillaume, María del Carmen Torres, Beti Ponce y Julia Soulier. “Todas sufrimos alguna forma de represión. Como por ejemplo la esposa de Pablo Balustra, que fue detenido en la ‘UP1’, el penal de San Martín; allí fue torturado, quedó hemipléjico y finalmente lo fusilaron. Otra compañera tiene a su pareja y a un hermano desaparecido. Estas mujeres de las que hablo ya tenían hijos y tenían que esconderse con ellos, no estaban solas, o sea: todavía era más complicado. Beti Argañaraz tiene siete familiares entre desaparecidos y presos. Hay una compañera cuya pareja era de Perkins, tuvo que abandonar la fábrica y se refugiaron en un pueblo muy pequeño. Es decir: todas en mayor o menor medida nos tuvimos que movilizar. Yo estuve un tiempo acá y finalmente me fui a Buenos Aires. Cada uno buscaba un lugar donde cubrirse”, cuenta Guillaume.
El Colectivo Insilio, junto a académicos de Historia, se han ocupado de realizar las entrevistas a quienes se acercan a contar su historia. “Estamos haciendo entrevistas a todo aquel que acepte ser entrevistado, aunque sea anónimamente. Cuando la gente nos escribe lo que hace es mandar su propia historia. En mayo pasado hicimos un nuevo encuentro y leímos muchas de esas historias”, detalla Guillaume. Del encuentro participaron personas de Río Cuarto, Cruz del Eje, Mar del Plata, La Plata y Mendoza. “Hay una repercusión que demuestra que el insilio existió y existe todavía en todos los que lo vivimos. Todos participan, quieren hablar”. Los interesados en compartir su historia o solicitar información acerca del proyecto pueden escribir a: insilio1976@hotmail.com.