Los gritos se parecían a los del festejo por el penal de Montiel. Pero no se oía “¡gol!” ni “¡campeones!”, sino “¡libertad!”. Caía la noche del 13 de agosto y alrededor de ochenta ex militares que cumplen condenas por crímenes de lesa humanidad en la Unidad 34 del Instituto Penal Federal Campo de Mayo celebraban el triunfo de Javier Milei y La Libertad Avanza (LLA) en las elecciones Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO).
¿Por qué festejaban? Su alegría se entiende en parte porque Victoria Villarruel, la candidata a vicepresidenta de LLA, es hija de un militar que se jactaba de haber intervenido en “la lucha contra la subversión, tanto en el ambiente urbano como rural”, desde el Operativo Independencia en Tucumán al Centro de Operaciones Tácticas de Vicente López, y sobrina de otro, procesado por crímenes de lesa humanidad cometidos en el centro clandestino de detención de El Vesubio.
Además, como referente de la asociación “Jóvenes por la verdad”, Villarruel reclamaba por la libertad de los represores y organizaba visitas al dictador Videla en su arresto domiciliario. Desde que en 2006 fundó el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv), alienta el juzgamiento de los militantes revolucionarios, a quienes acusa de haber atacado a “población civil y no combatiente”. También calientan la tribuna procesista sus intervenciones negacionistas en televisión, como al afirmar que después del golpe del 24 de marzo de 1976 “la población comenzó a estar más protegida” y “los 30.000 (desaparecidos) son un mito”.
Por supuesto, esas posturas son compartidas por el propio Milei, quien considera que en los años 70 hubo “una guerra” y al responder a las críticas por su alianza con Ricardo Bussi, hijo del genocida Antonio Domingo Bussi y referente del partido tucumano Fuerza Republicana, vociferó: “¡¿Me podés mostrar la lista completa de los 30 mil desaparecidos?!”. El candidato de LLA ha definido a las víctimas de la dictadura como “terroristas que estaban haciendo desastres y que no pelearon acorde a las reglas militares, sino que pelearon sucio”, soslayando que fueron en realidad sus victimarios quienes utilizaron el aparato del Estado para perpetrar una masacre clandestina y sistemática, probada en los 307 juicios de lesa humanidad celebrados desde la caída de las leyes de impunidad.
Pero la alegría en los pabellones “de lesa” se explica sobre todo en la promesa mileísta de “sepultar al kirchnerismo”, movimiento político al que los represores atribuyen las políticas de memoria, verdad y justicia que los llevaron a la cárcel, casi en exclusividad, olvidando el rol histórico de los organismos de derechos humanos en esa conquista, y dando por sentado que los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández controlaron el Poder Judicial para llevar adelante su “revancha setentista”. También, como dijo en su discurso luego de las PASO, por su propósito de poner fin a “esa atrocidad que dice que donde hay una necesidad nace un derecho (…), cuya máxima expresión es esa aberración llamada justicia social”, de evidente filiación marxista-peronista. O sea, todo lo que ellos aprendieron a odiar y cuya eliminación fue la finalidad última de la dictadura.
Estado y memoria
En los 40 años de democracia sin interrupciones transcurridos desde 1983, el Estado argentino ha pasado por distintos relatos y políticas oficiales en torno a los años 70, la militancia revolucionaria y el terrorismo de Estado. Desde la memoria y justicia pero con teoría de los “dos demonios” durante el alfonsinismo, se pasó a la “reconciliación nacional” asentada en la impunidad en tiempos menemistas, a un revisionismo tibio durante la Alianza, que derogó pero no anuló las leyes de impunidad, y al reinicio de los juicios al terrorismo de Estado y la reivindicación política de sus víctimas durante el kirchnerismo. El macrismo construyó una versión negadora con la estrategia de minimizar la cantidad de víctimas e intentó reinstalar el mito de los “dos demonios”, pero cuando una Corte Suprema en sintonía ideológica con el Gobierno benefició a los represores con el 2x1, la sociedad salió masivamente a las calles a expresar su repudio.
Hoy, todo ese proceso se nos presenta como lejano, porque la pandemia –además del estrago humano, sanitario y económico– parece haber licuado la memoria de corto plazo y allanado el camino a una negación de la historia, la economía y la política, cuya versión extrema es el discurso del triunfador de las PASO.
Fuerzas Armadas
El problema con la fórmula (dizque) libertaria no es solo la foja de antecedentes políticos de Villarruel, sino ese futuro posible para el que la presentan como una “supervicepresidenta” que se haría cargo de los ministerios de Defensa y de Seguridad Interior. La utilización de las fuerzas armadas en esa “seguridad interior” –o más específica y concretamente en sofocar los conflictos sociales– es un anhelo de la derecha argentina desde antes de la irrupción de Milei, ya que el propio gobierno de Cambiemos evaluó esa posibilidad y la puso parcialmente en práctica al utilizar a la Gendarmería para la represión interna, como en el operativo contra la protesta de la comunidad mapuche que derivó en la desaparición y muerte de Santiago Maldonado. Con la entusiasta responsabilidad de la entonces ministra de Seguridad y actual candidata presidencial Patricia Bullrich.
Ese uso está prohibido por las leyes N° 23.554 de Defensa Nacional y N° 24.059 de Seguridad Interior. La primera establece en su artículo 2° que las Fuerzas Armadas (Ejército, Armada, Fuerza Aérea, Gendarmería y Prefectura) están destinadas a “enfrentar las agresiones externas de naturaleza militar” y garantizar “la soberanía e independencia de la Nación Argentina, su integridad territorial y capacidad de autodeterminación; proteger la vida y la libertad de sus habitantes”. A su vez, el 4° indica: “… La Seguridad Interior será regida por una Ley Especial”.
Justamente esa norma indica que la seguridad interior es el resguardo de “la libertad, la vida y el patrimonio de los habitantes, sus derechos y garantías y la plena vigencia de las instituciones del sistema representativo, republicano y federal que establece la Constitución Nacional” (artículo 2°), tarea que compete a “todas las fuerzas policiales y de seguridad de la Nación” (3°). Ante situaciones de crisis de gravedad, el 27° habilita que “las Fuerzas Armadas apoyen las operaciones de seguridad interior”, pero solo con servicios como transporte, arsenales, sanidad, construcciones y comunicaciones.
Paradojas y libertades
En esa hipótesis de crisis interna, narcotráfico, terrorismo, crimen organizado, tráfico de armas y/o trata de personas suelen funcionar como pretextos para justificar la utilización de las Fuerzas Armadas para el control interno. En ella radica el principal peligro del plan de Milei – Villarruel, que –todavía borroso, como el resto de su programa de gobierno– parece cifrarse en la fusión de los actores institucionales y roles de esas carteras, de las que depende todo el personal armado del Estado. Sugerente paradoja para quienes se llaman anarquistas, reniegan de lo público estatal y también alientan la libre portación privada de armas.
La perspectiva de un eventual gobierno de LLA no presagia una liberación de los responsables del terrorismo de Estado ni mucho menos el juzgamiento de sus víctimas (imposible por cuestiones jurídicas y políticas), pero sí el retorno del neoliberalismo brutal, acompañado por una represión legitimada y una cultura del sálvese quien pueda, negadora de la política (el negacionismo principal del proyecto Milei). Es decir, nos alejará varias estaciones de la sociedad más justa que intentaron construir a costa de sus vidas las y los treinta mil desaparecidos. Una sociedad que incluía (y debería siempre incluir) una libertad mucho más genuina que la enunciada por quienes hoy la pretenden usurpar.