El arrasador triunfo del neofascista Javier Milei en todo el país pone patas para arriba a la joven democracia argentina, que cumplirá 40 años el próximo diez de diciembre, cuando el insípido Alberto Fernández le calce la banda presidencial al hombrecito de la motosierra. Será una imagen pavorosa para una democracia que, con avances y retrocesos, fue construyendo algunos consensos básicos: las políticas de memoria, verdad y justicia; la asignación universal por hijo; la reconstrucción de las empresas del Estado; el régimen previsional universal; la educación y la salud públicas; la inversión en ciencia y tecnología y un largo etcétera.
Esos consensos básicos fueron horadados por el macrismo durante los cuatro años de su penoso gobierno y tuvieron su pico de violencia hace poco más de un año con el frustrado atentado a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Hoy peligran ante la incertidumbre de un presidente electo que promete una vuelta al menemismo frívolo, el ajuste salvaje –“no hay margen para el gradualismo”, dijo apenas ganó- y la privatización de todo aquello que tenga tufillo estatal. Una involución que, en palabras del propio Milei, nos retrotraerá al siglo XIX. Argentina potencia.
Detrás de la vertiginosa irrupción del libertario aparece como garante de la gobernabilidad el inefable Mauricio Macri, el oscuro ingeniero que primero detonó las aspiraciones políticas de su sucesor Horacio Rodríguez Larreta –el más moderado del PRO- y luego deglutió a su propia candidata Patricia Bullrich, a quien cambió la misma noche de la derrota en el balotaje por el nuevo Frankenstein de la política argentina: el hombrecito inestable y gritón de la motosierra que se hizo popular a fuerza de fagocitar los distintos sets televisivos de los medios hegemónicos.
De notoria inestabilidad emocional y pobre formación intelectual, con un preocupante desconocimiento de los mecanismos básicos de funcionamiento del Estado –como evidenció su pobre intervención en los debates televisivos, especialmente el último-, Javier Milei gobernará este país los próximos cuatro años sin mayorías parlamentarias, ni gobernadores del mismo signo político y casi huérfano de los cuadros técnicos que necesita para ejercer la presidencia en un país presidencialista. Un país donde, pese al triste ejemplo de Alberto Fernández, el que tiene la lapicera es el presidente. Impaciente, impulsivo, jetón, es difícil imaginarlo tejiendo trabajosos acuerdos y políticas de Estado. Es más fácil visualizarlo sucumbiendo a la tentación autoritaria, el decretazo y la represión.
La sociedad argentina, hastiada por la ineficacia de una democracia de baja intensidad y la inoperancia de su deslucida dirigencia política, eligió dar un salto al vacío al encumbrar en la cúspide del poder a un hombre emocionalmente inestable y escasamente preparado para ejercer la presidencia. Los resultados de tamaña osadía se verán más temprano que tarde, cuando la motosierra arroje a las calles a centenares de miles de trabajadores estatales –como ya ocurrió durante la presidencia de Macri- y la “casta” empresaria se adueñe del codiciado patrimonio de todos los argentinos: YPF, Vaca Muerta, El Fondo de Garantía Sustentable de la ANSES, el PAMI, Aerolíneas Argentinas y un largo etcétera.
La fantasmal reaparición de Domingo Felipe Cavallo –por ahora autoproclamado asesor, pero ya con hombres propios en el equipo económico del libertario- augura un nuevo ciclo de ajuste brutal, dolarización -¿confiscación de ahorros?-y privatizaciones a granel en el país. ¿Otra vez a vender las joyas de la abuela? Las urnas consagraron una penosa vuelta al pasado.
La joven democracia argentina se enfrenta ahora al desafío de contener y limitar las iniciativas del fascista que desde el diez de diciembre se sentará en el Sillón de Rivadavia por decisión soberana de las mayorías. Cuenta para ello con las herramientas institucionales que le otorga el propio sistema democrático –fundamentalmente el Congreso Nacional- y la necesaria decisión política de defender las conquistas sociales del pueblo argentino.
El país de Frankenstein promete nuevos y apasionantes capítulos.