Un número, el 174.189, fue grabado a la fuerza en su brazo izquierdo y suplantó su nombre y apellido durante todo el tiempo que duró el cautiverio. Esa tinta fría y sombría que le penetró la piel lo obligó a replegarse sobre sí mismo con una única consigna en mente: sobrevivir.
Eran los años 40 en Europa cuando Edgar Wildfeuer perdió a sus padres a manos del nazismo; había estallado la Segunda Guerra Mundial y la barbarie lo había dejado solo en el mundo.
El derrotero que siguió lo llevaría a atravesar tres campos de concentración y dos Marchas de la Muerte antes de volver a ser libre. En ese tiempo le quitaron todas sus pertenencias, le sacaron la ropa, le cortaron el pelo y lo despojaron de los últimos rastros humanos; se lo arrebataron todo, excepto esa voluntad inquebrantable de mantenerse con vida.
Desde adentro. El día que se declaró la guerra y empezaron los bombardeos Edgar Wildfeuer y su familia -procedentes de Podhuba, un paraje de Polonia- se trasladaron a Lwów, en Ucrania, a la casa de su abuela materna. Hitler y Stalin habían hecho un pacto y se habían repartido Polonia: los rusos ocuparon una mitad y los alemanes, la otra.
“Mi papá tuvo que aprender ruso para poder ir al colegio. La gente era perseguida y a algunos se los llevaban a Siberia”, empieza relatando Ana Wildfeuer (60), hija de Edgar y la menor de tres hermanos.
Pero la invasión de los alemanes al territorio controlado por la entonces Unión Soviética y la persecución a los judíos los obligó a volver a Podhuba, donde Edgar consiguió trabajo. “Cuando los alemanes tomaron el resto de Polonia la cosa empeoró porque empezaron todas las leyes raciales. No se podía hacer nada, ni estudiar, ni caminar por la vereda o ir al cine”.
Entonces decidieron irse, escapar. Vendieron todo lo que tenían y le pagaron a unos granjeros para que los llevaran a la casa de los abuelos paternos, un sitio más tranquilo y alejado de las grandes ciudades. Como mi papá sabía también alemán le dieron trabajo como ayudante de un capataz que era alemán y que estaba haciendo caminos”. Pero los alemanes, que habían intensificado la limpieza de judíos, llegaron al pueblo y mataron a toda su familia.
Edgar Wildfeuer tenía 17 años cuando la magnitud de aquel horror le cayó encima como un balde de agua helada. “Entonces caminó 14 kilómetros hasta un pueblo donde vivían unos amigos de sus padres, que estaban en el Ghetto de Cracovia. Los alemanes pasaban por ahí pidiendo gente para trabajar y mi papá fue a trabajar a un campo. Después pasó por varios, como el de Plaszow, un campo que dependía de Auschwitz y donde sobrevivió gracias al oficio de carpintero”.
La lista de Schindler. El campo de Plaszow se hizo mundialmente conocido por la película “La Lista de Schindler” (1993, Steven Spielberg). Oskar Schindler fue un empresario alemán que les salvó la vida a más de mil judíos durante el Holocausto, dándoles trabajo en sus fábricas de utensilios de cocina y munición.
Edgar Wildfeuer consiguió trabajo allí como obrero especializado, lo que tenía sus beneficios: no trabajar a la intemperie y evitar brutales golpizas.
Pero él no estaba en la lista de Schindler. “Sí lo conoció porque una vez a mi papá le dolía mucho la panza, entonces Schindler se le acercó, le dio un trago de vodka y le dijo que ya se le pasaría. Ese fue todo el contacto que tuvieron”.
Cuando el trabajo en la fábrica se terminó, volvió al campo, donde la cercanía con la muerte se hacía más palpable. “Una vez estaban trabajando y vino el comandante del campo a preguntar qué estaban haciendo. A uno de los compañeros le dolían las muelas y se había puesto un pañuelo, y el comandante le pegó un tiro porque no le gustó. Se habían acostumbrado a ver cómo mataban gente todos los días. Todas las mañanas los contaban y a la tarde los volvían a contar, si faltaba alguien podían estar horas a la intemperie hasta que el que se había perdido aparecía”.
Fue también en ese campo cuando una noche, habiendo trabajado 14 horas seguidas rompiendo piedras, Edgar se quedó dormido. “Pasó un Capo, lo vio, sacó la pistola y gatilló varias veces pero no le salió ningún tiro. Esa noche mi papá sintió que había vuelto a nacer”.
Después de esas experiencias cada vez más cercanas a la muerte, se anotó como obrero especializado para ir a Auschwitz. “Él sabía de carpintería y estaban pidiendo carpinteros para Auschwitz porque necesitaban mano de obra de todo tipo. Es decir que él no entró como entraban todos. En esa época vos llegabas a un campo de concentración y lo primero que hacían era verificar en qué estado estabas. Los que estaban en buenas condiciones pasaban a integrar las largas filas de trabajadores, los otros iban a la cámara de gas. Cuando entró a la carpintería, apenas agarró el cepillo se dieron cuenta que no era carpintero, pero como hacían falta dos de limpieza, se quedó. Así fue aprendiendo y se fue especializando; pasó un año entero en Auschwitz pero estuvo bien porque al ser obrero especializado no sufría el frío, no le pegaban y hasta comía un poco mejor que los otros”, rememora Ana.
Auschwitz. En 1951 el filósofo alemán Theodor Adorno sentenció: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie". Aquellos campos de exterminio, los bombardeos y la crueldad de la Segunda Guerra Mundial obligaban al mundo entero a preguntarse por el sentido de la escritura, a sentir vergüenza por la condición humana y a asumir el peso de palabras dañadas.
Auswitch era un lugar al que se entraba por un desvío ferroviario y se salía por la chimenea del crematorio. Una leyenda en la entrada de aquel campo de exterminio rezaba: “El trabajo te hará libre”. Pero no había por dónde escapar.
Fue en Auschwitz donde le tatuarían el número de preso 174.189, que en adelante reemplazaría su nombre y apellido.
Las Marchas de la Muerte. Una de las cosas más importantes para mantenerse vivos era estar informados, saber lo que pasaba. Pero a Auschwitz casi no llegaban noticias y los presos se iban enterando por pedacitos de diarios que las cosas no les estaban saliendo tan bien a los alemanes. Eso les daba fuerza para seguir peleando para vivir.
Era enero de 1945 y el ejército soviético avanzaba a paso firme, obligando a los alemanes a evacuar Auschwitz. “Cuando se enteraron que venían los rusos, los alemanes agarraron a todos los prisioneros y se los llevaron a otro campo en un largo peregrinaje, que se conoció luego como la famosa Marcha de la Muerte. Caminaron cuatro días y cuatro noches, mucha gente no podía seguir el ritmo y a los que quedaban muy rezagados los mataban. Mi papá alcanzó a agarrar una frazada y consiguió un par de zapatos, no eran del mismo pie pero le andaban bien y le salvaron la vida porque a los que no tenían buenos zapatos en esas marchas se les hacían ampollas, no podían caminar y los mataban”, dice Ana.
Tras cuatro días de intensa caminata, los subieron en trenes de carbón, abiertos, y los llevaron al campo de concentración de Mauthausen, en Austria.
“Mi papá contaba que había como cien personas en cada vagón, apiñadas y paradas, muchas se iban muriendo y ellos mismos los tiraban del tren para hacer más espacios, poder agacharse y taparse para que no les pegara tanto el frío. Él decía que lo peor de todo era que la guerra los había deshumanizado, que lo único que les interesaba era poder comer y abrigarse para sobrevivir. Que les quitaron la dignidad del ser humano”.
En Mauthausen, el protocolo se repitió: sacarles la ropa, bañarlos, despojarlos de todas sus pertenencias.
Cuando Edgar Wildfeuer salió de la ducha su ropa no estaba. Solo le habían dejado una camisa manga corta y los zapatos: al ser de dos pies distintos, a nadie le interesó quedárselos. “Eso volvió a salvarle la vida en la segunda Marcha de la Muerte porque de ahí se los llevaron en una nueva marcha al campo de Ebensee, en los Alpes Austríacos, donde finalmente fueron liberados. En ese último campo pasaron mucha hambre porque les daban 125 gramos de pan a la mañana, que se deshacía todo, y una sopa con cáscara de papas. Mi papá era un hombre grandote y terminó la guerra pesando 40 kilos. En esos últimos tiempos se deprimió. Había una especie de enfermería donde la gente iba, se ponía un camisón y se acostaba a morir. Y había un médico polaco que cuando lo vio lo retó y lo convenció para que aguantara. A la semana los liberaron. Pero cuando quedaron solos, mi papá cuenta que no sabían qué hacer porque la puerta estaba abierta pero ninguno se atrevía a irse”.
Recuerdos del horror. Un tenedor que tiene grabadas las iniciales “SS” (de las famosas Schutzstaffel o “escuadras de protección”) está asentado sobre la mesa del comedor de la casa de Ana, junto a dos libros escritos por Edgar Wildfeuer: “Auschwitz 174.189, testimonio de un sobreviviente” y “El Holocausto como yo lo vi”.
“Cuando terminó la guerra, los prisioneros que eran liberados iban entrando a las casas donde habían estado los alemanes para ver si conseguían comida. Y entre otras cosas mi papá se llevó este tenedor; era el tenedor con el que comía siempre en casa”, explica.
Edgar Wilfeuer falleció en agosto de 2022 y llegó a conocer a tres de sus cuatro bisnietas. Sonia Schulman de Wildfeuer, su madre, también sobreviviente del Holocausto, había muerto tres años antes.
Una historia de amor. Originarios ambos de Polonia, Edgar y Sonia se conocieron en un campo de refugiados de Santa María de Leuca (en Italia) al término de la guerra. “Cuando mi papá contaba su historia, siempre decía que esta era la parte más importante. Los dos eran de Polonia pero mi papá estuvo viviendo mucho tiempo en Cracovia y luego fue rotando por muchas ciudades porque mi abuelo era ingeniero de ferrocarriles; y mi mamá era de un pueblito cerca de Bielorrusia. Cuando terminó la guerra mi papá no tenía a dónde ir, pensó en irse a Israel pero los ingleses no lo dejaban y en el camino lo agarraron y se lo llevaron a un campo de refugiados en Italia”.
Era el año 1945 y Sonia Schulman había llegado al mismo campo de refugiados. Él la vio un día caminando por la rambla y pensó que era la chica más linda del mundo. Fue amor a primera vista. Pero tuvo que perseverar y vencer a la cantidad de jóvenes que también la pretendían para que finalmente se convirtieran en pareja.
Santa María de Leuca es un cabo de la extremidad sureste de Italia y allí pasaron varios años juntos. La guerra había terminado y ellos se sentían libres y enamorados. “Los dos siempre decían que esa fue la época más feliz de sus vidas porque vivían al lado del mar, iban a la playa. Eran jóvenes, mi papá tenía 21 y mi mamá 18; estaban enamorados”.
Volver a empezar. En la década del 50 Sonia viajó con sus padres a la Argentina y se radicaron en Córdoba, donde tenían familiares. Edgar se había quedado en Italia a estudiar
Y la relación se volvió epistolar. “Aprendió Italiano, rindió materias del secundario que le habían quedado pendientes y se anotó en la Universidad de Ingeniería de Bari. En una de las tantas cartas que intercambiaban ella lo invitó a venir y él lo dejó todo. Acá en Córdoba, como las equivalencias para Ingeniería demoraban mucho, empezó a estudiar de nuevo y se recibió de ingeniero civil. Se casaron en 1952”.
Con el espíritu de mantener a la familia siempre unida, el padre de Sonia compró una casa en una esquina en Alta Córdoba. “Ahí puso un negocio de fotografía y vivíamos todos juntos: en la planta baja mis padres, arriba mis abuelos, y en otra área de la casa mi tío”, rememora Ana.
Reminiscencias de la infancia. “Mi papá siempre estaba contento, de buen humor, se reía. A mi mamá le gustaba bailar; nunca hubo depresión ni contaban las cosas con odio. Ellos siempre contaban que apenas terminó la guerra les costaba dormir y tenían pesadillas. Mi mamá decía que apenas se fue de Italia, en una de las paradas, alguien la invitó a una casa y cuando entró se largó a llorar porque hacía muchos años que no veía una casa con un dormitorio, cocina, baño. Él decía que nunca dejó de pensar y a mis hijos les contó un montón de cosas que a mí no”, cuenta la hija del sobreviviente.
Entre tantos recuerdos, Ana dice que en la casa de su infancia el tema se hablaba con total normalidad. “A mí me costó mucho entender por qué a la gente le hacía mal”.
En efecto, el tema surgía naturalmente frente a las distintas cotidianidades: “A mi papá le gustaba mucho tomar sopa y si estaba aguada él decía: ‘esta sopa se parece mucho a la del campo’. Y mi mamá, que había trabajado en la cocina de esos campos, contaba que cuando hacía frío y le llevaban sopa a los que estaba haciendo trabajos a la intemperie, si no la tomaban rápido se les congelaba. Vivimos naturalizados con el tema. Sabíamos que pasaron frío y hambre. Además mi papá leía todo sobre la guerra, veía documentales. A veces los veían y después no podían dormir pero los veían igual. Una vez dije: ‘Uy, otra vez vamos a ver esto’. Y mi papá dijo: ‘claro que sí, hay que verlo, hay que recordar’”.
Otra de las anécdotas fue en un ascensor. “Estábamos de viaje en Catamarca y en el ascensor de un edificio mi papá contó de la vez que le dispararon y no salió el tiro. Íbamos armando la historia de a retazos”.
Los chicos crecieron, Edgar se jubiló y decidió ponerse a escribir para que su historia trascendiera las barreras familiares. Primero escribió "Auswitch 174.189, testimonio de un sobreviviente", después escribió “El holocausto como yo lo vi”. También se dedicó a dar charlas en colegios. ”Empezó a contar su historia públicamente y cuando escribió el libro pensamos que había que salir a contar esta historia porque sus compañeros de infortunio siempre le pedían a quienes sobrevivieran que contaran lo que pasó. Dio muchas charlas en muchísimos colegios, incluso primarios. Tenía una gran capacidad para saber qué y cómo contar, según quién escuchaba”.
Volver a Auschwitz
En el año 2008 Edgar Wildfeuer volvió a Polonia acompañado por parte de su familia. Visitaron también Berlín, Cracovia, Turín. “Estuvimos en las casas en las que vivió, en los colegios a los que fue. Estaba muy contento de poder mostrarnos los lugares de su infancia.
Fuimos a Varsovia, estuvimos en el ghetto de Cracovia y Auschwitz. Quiso ir ahí para mostrarle a mi hijo que realmente no se podía escapar. Le mostró la doble alambrada electrificada, todo ha quedado tal cual: las valijas, las pertenencias. Del crematorio y la cámara de gas quedan los restos. Visitamos la granja donde mataron a sus padres y ahí se puso mal porque habían hecho un dique y esa parte quedó inundada”, relata Ana Wildfeuer.
Tras jubilarse, Edgar Wildfeuer se dedicó a dar charlas en distintas escuelas y su eje siempre era el mismo: la tolerancia como base de todo y aprender a no discriminar ni por color de piel, ni por sexo, ni por religión o raza. “En este libro, ‘El holocausto como yo lo vi’, mi papá trata de analizar de dónde vino todo aquello. Para él el holocausto fue un sinsentido; él pensó que después de Auschwitz no iba a haber más guerras, ni racismo ni intolerancia. Pero de grande entendió que no habíamos aprendido nada”, recuerda Ana. Y puntualiza que hablaba de la tolerancia en las ideas políticas y sostenía que cada uno debería poder pensar como quisiera. “Cuando hablaba con los chicos decía que la dictadura acá había sido parecida a lo que pasó con el Holocausto, porque el Estado tenía un aparato orquestado para matar”, concluye.