Empecemos por el final. Cuando se llega al epílogo de “La llamada”, el último libro de la periodista Leila Guerriero, no es raro experimentar una sensación física de abstinencia y al mismo tiempo una convicción.
Lo primero, la abstinencia, se explica por el subidón de adrenalina que se siente en el cuerpo a medida que se avanza por las 430 páginas que van desplegando la historia de Silvia Labayru, ex militante montonera que el 29 de diciembre de 1976 es secuestrada en la Esma.
Lo que, en una mirada apresurada, podría tomarse como un testimonio más de los cientos que han ido revelándose desde que cesó la noche de la última dictadura cívico militar y empezaron a aflorar en los procesos judiciales y en la opinión pública los métodos de tortura y desaparición de una generación, adquiere una densidad emocional singular y le confiere a la historia de Labayru una particularidad, un trazo propio que hasta entonces –hasta el momento en que Guerriero emprende una serie de entrevistas con la protagonista que se prolongarán durante más de un año- permanecía como un secreto compartido por unos pocos.
Cuando Labayru es apresada camino a encontrarse con su novio y su compañero de militancia en un bar de Buenos Aires apenas contaba con 20 años y llevaba poco tiempo integrando Montoneros, tras haberse criado sin apuros económicos en una familia de militares en la que destacaba la figura de su padre, un integrante de la Fuerza Aérea y piloto civil. A la adolescente rebelada la distinguían una figura escultural y un rostro que cortaban el aliento. Pronto, ese cuerpo joven y atractivo se transformaría dentro del centro clandestino de detención en un botín de guerra que iban a exhibir como un trofeo los jefes militares, con un detalle adicional que torna más abyecto ese gesto: el indisimulable embarazo de cinco meses que cursaba Labayru cuando fue privada de su libertad.
Un párrafo de “La llamada” evoca la conducta que los militares adoptaban con los detenidos y que, por repetida, ya era un procedimiento:
“El proceso podía tener variantes pero era más o menos así: se producía el secuestro –en la calle, en las casas- se procedía a trasladar al secuestrado al sótano, se lo torturaba de inmediato para obtener información (…). El plantel se renovaba: cada miércoles se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión”.
Labayru pudo librarse del desenlace habitual. Pero fue torturada, violada en reiteradas ocasiones y obligada a colaborar con actividades de propaganda militar en el sótano de la Esma. Así, pudo mantenerse con vida, y consiguió que su hija, la primera beba en nacer en una mesa de la Esma, no engrosara la lista de niños apropiados por la dictadura sino que fuera entregada a los abuelos paternos. Si esa doble circunstancia ya la transformaba en sospechosa a ojos de la militancia y de las visiones más dogmáticas, la presencia de Labayru en un encuentro con madres de Plaza de Mayo en la que fue forzada a hacerse pasar por hermana de Alfredo Astiz, le valió el destierro aquí y allá: en el país y entre los exiliados españoles, que evitaban su presencia como una apestada.
A la vuelta de los años y tras padecer el ostracismo al que la confinaron sus compañeros de militancia, esta mujer que ya superó las seis décadas de vida recobra en “La llamada” una voz que le había sido obturada por la etiqueta de “traidora” y por las acusaciones que le hacían de haber mantenido una conducta colaborativa durante el encierro.
En “La llamada” no hay revanchismo hacia los excompañeros que la ningunearon, no hay intento de justificación ni, tampoco, autoconmiseración. Hay, acaso, un esfuerzo por comprender (se) en las condiciones más denigrantes a la que puede ser arrojado un ser humano.
A la vuelta de los años, Labayru confiesa que suele sentirse incómoda cuando la convocan a actos conmemorativos en la ex Esma. No se niega a ir, aunque tampoco siente que termine de encajar en el rol que le asignan. La autocrítica sobre sus años de militancia juvenil y los reparos hacia la conducción de las agrupaciones armadas no le hizo perder de vista el repudio y la denuncia contra sus perpetradores: el testimonio de Labayru en la Justicia fue fundamental para que la violencia sexual a que fueron sometidos los detenidos por la dictadura fuera juzgada como un delito independiente al de las torturas y los tormentos.
Decíamos que arribar al final de “La llamada” provoca en el lector la abstinencia de adrenalina que destilan estas páginas y, a la vez, una convicción: la convicción de que Leila Guerriero acaba de dar a luz un libro predestinado a ser un clásico del periodismo narrativo.
La llamada, de Leila Guerriero.
Anagrama. Barcelona, 2024. 430 páginas.