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Entrevista a Amalia Sanmartino, sobreviviente de la guerrilla del EGP
“La muerte del Che frenó todo”
Por | Fotografía: Hernán Vaca Narvaja
Foto: Amalia Sanmartino, sobreviviente del EGP radicada en Cuba.
Aunque no llegó a combatir ni sumarse al grupo guerrillero, Amalia Sanmartino integró la guerrilla guevarista en Argentina. Se exilió en Cuba, donde finalmente se radicó. Esta entrevista, realizada en enero de 2013 en La Habana, obtuvo el Premio Rodolfo Walsh, que otorga el Círculo Sindical de la Prensa de Córdoba.
Publicada el en Entrevistas

La Habana. Enero de 2013. Un calor pegajoso impregna el aire mientras una mujer delgada espera en las escaleras de un edificio gris rodeado de casas desteñidas de distintos colores. El edificio está a una cuadra de la avenida Paseo Colón, que desemboca en el Malecón, la célebre costanera de una ciudad polifacética donde conviven fortalezas militares del siglo XVIII, viejas casonas coloniales rodeadas de exuberante vegetación y monoblocks de despojada estética socialista. En las anchas avenidas, las guaguas soviéticas se abren paso entre los viejos Chevrolet americanos de los años cuarenta. La mujer espera en las escaleras del edificio, sobre Calle 2 –“entre línea y once”, aclarará al momento de dar su dirección – del barrio Vedado, uno de los más tradicionales del macro centro de la capital cubana. Diviso su silueta delgada mientras camino hacia el edificio, buscando la numeración entre las buganvilias que trepan y se enredan entre las trabajadas rejas de las viviendas. Algo me dice que esa señora me espera a mí, a pesar de que faltan quince minutos para que se cumpla la hora convenida. Por algún motivo, también ella sabe que soy el periodista argentino con el que habló por teléfono hace un par de días, pero igual se sorprende:

 

- Pensé que iba a venir en taxi-, me dice con voz suave.

 

- Prefiero las guaguas- le contesto mientras esbozo una sonrisa amigable- Son bastante más económicas-, digo buscando una mueca de complicidad. Ella sabe, porque vive en Cuba desde los años sesenta, que cualquier taxi me hubiera cobrado entre siete y diez cuc (el peso convertible que usan los turistas y que equivale a un dólar) por un viaje que a cualquier cubano no le costaría más de cinco centavos de dólar.

 

Amalia Sanmartino es una mujer mayor, de edad indefinida. Lleva puesto un blazer rosa y unos aros apenas perceptibles. Sus ojos marrones examinan con vivacidad detrás de sus lentes bifocales. A pesar del tiempo que lleva viviendo en Cuba –más de cinco décadas-, no ha perdido la tonada cordobesa: arrastra las vocales cuando me invita a subir a su departamento, de una austeridad que invita a mirar por las ventanas y dejarse envolver por el azul intenso del mar que golpea el malecón y abraza por igual a los cubanos y a las miles de personas que llegaron a la isla para salvar sus vidas.

 

Amalia fue una de ellas.

 

……………………………

 

Amalia militaba en el Partido Comunista de Córdoba cuando se casó con el médico Agustín Canelo. De aquella época recuerda a otros “camaradas” célebres como Oscar Del Barco y José “Pancho” Aricó, fundadores de la mítica revista socialista Pasado y Presente. También a Henry Lerner, los hermanos Héctor y Emilio Jouvé y otros jóvenes idealistas que querían cambiar el mundo y no estaban de acuerdo con la “coexistencia pacífica” que pregonaba el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y acataba sin chistar el PC argentino de Américo Ghioldi. “Volanteábamos y poníamos “caños” (bombas caseras) porque estábamos convencidos de que la lucha armada era el camino para hacer la revolución. A mi marido y a mí nos habían expulsado de la juventud comunista y en ese ínterin Del Barco hizo contacto con Ciro Bustos, que había sido enviado por el Che para reclutar gente para la guerrilla de Masetti”, recuerda Amalia. Ciro Bustos era un pintor mendocino que conoció al Che Guevara en Cuba y se sumó a sus proyectos revolucionarios en América Latina. “Del Barco le dijo a Bustos que conocía un médico medio loco y que él y su mujer estaban con la lucha armada. Y así fue como Bustos y Furry (Alberto Colomé Ibarra, actual ministro del Interior de Cuba) se pusieron en contacto con nosotros”, agrega Amalia. El médico medio loco no era otro que su marido. El contacto se produjo en 1963. “Y así empezó todo”.

 

Lo que Amalia dice que empezó ese año fue la primera experiencia guerrillera del Che en Argentina, hoy olvidada. Esa experiencia fallida, que terminaría en tragedia, fue dirigida por el periodista Jorge Ricardo Masetti, el primer argentino que entrevistó a Fidel Castro y el Che en Sierra Maestra antes del triunfo de la revolución y que luego se radicaría en la isla para fundar y dirigir Prensa Latina, la primera agencia internacional de noticias del continente que compitió con los grandes pulpos norteamericanos y europeos.

 

“Bustos y Furry nos hablaron de la guerrilla de Masetti, que ya estaba establecida en Salta. Nos contaron que estaban buscando una finca que les fuera más favorable como centro de operaciones y que les hacía falta un médico. Ahí fue que nosotros empezamos a dejar todo”, evoca Amalia, por entonces joven madre de dos criaturas, que quedarían a cargo de los abuelos.

 

- ¿Dejaron todo para sumarse a la guerrilla?

 

- Algo así-, asiente Amalia - ¿Cafecito?-, pregunta con voz dulce.

 

- Sí, gracias.

 

Amalia se retira unos minutos a la cocina. Entra al departamento un joven fornido, morocho, que habla con acento cubano. Me estrecha la mano. Es uno de los niños de los que hablaba Amalia hace un par de minutos. El otro ya no está entre nosotros. “No era tan fuerte”, dice Amalia cuando vuelve con el café y el muchachote de acento cubano se ha retirado a su cuarto. Un halo de oscuridad nubla sus ojos, que se humedecen detrás de los cristales de los anteojos. La tragedia parece haberse ensañado con esta mujer de apariencia frágil pero convicciones fuertes.

 

Las tasas son pequeñas, de porcelana azul. El café está caliente. Me ofrece azúcar.

 

-        ¿En que habíamos quedado?

 

-         En que decidieron sumarse a la guerrilla y dejar todo lo que estaban haciendo.

 

Ajá, dice Amalia, que extiende su brazo para mostrarme un anillo grueso que luce imponente en su mano flaca y huesuda. “Es mi alianza de matrimonio”, dice. En realidad, explica, son dos alianzas: la suya y la de Canelo, su marido. “Decidimos fundirlas cuando él decidió subir al monte con Masetti para incorporarse a la guerrilla, porque no sabíamos cuándo volveríamos a vernos ni si volveríamos a estar juntos”.

 

La revolución era un viaje de ida.

 

……………………………….

 

Agustín Canelo conoció a Masetti en las montañas de Orán, Salta, en los últimos meses de 1963. Para entonces, la guerrilla del Comandante Segundo ya había instalado su centro de operaciones con un pequeño núcleo de combatientes entrenados en Cuba, entre los que estaban dos de los hombres del círculo más íntimo del Che Guevara: su custodio Hermes Peña y su chofer Alberto Castellanos, que habían combatido bajo sus órdenes en Sierra Maestra. El Che había sido claro en sus instrucciones: actuarían bajo las órdenes del Comandante Segundo (Masetti) y su misión sería preparar las condiciones para que él mismo (el Comandante Primero o “Martín Fierro”) se sumara al proyecto guerrillero más ambicioso desde la guerra de la independencia: la liberación de América Latina. “Nosotros sabíamos que Masetti iba a iniciar las cosas en Argentina, pero que después vendría el Che. No era un secreto”, recuerda Amalia. Su esposo dejó el consultorio y subió a las montañas de Salta, donde conoció a Masetti. A pesar de la necesidad que el grupo tenía de un médico, el comandante Segundo le encomendó oficiar de enlace entre el grupo guerrillero y la ciudad de Córdoba, donde ya habían establecido relaciones con el grupo de Pasado y Presente. “Vas a ser nuestro principal enlace con la ciudad. Vas a empezar a traer gente, comida y armas. El próximo viaje hacelo con tu mujer, que va a pasar más desapercibida”, le dijo Masetti a Canelo. “Fue así como yo subí por primera vez a la sierra”, recuerda Amalia. “Pero nunca vi a Masetti”, aclara.

 

Canelo llevaba bolsas de azúcar, porotos, latas de conserva, yerba, cigarrillos. Iba a Salta, manejaba el jeep hasta Orán, a veces subía a la sierra y luego regresaba a Córdoba. Se mudaron a un barrio más modesto, donde pudieran pasar desapercibidos. Compraron un jeep para llevar las provisiones y trasladar a los nuevos voluntarios que se iban incorporando a la guerrilla. Amalia recuerda especialmente al joven Atilio Altamirano, que desaparecería para siempre junto al comandante Segundo cuando la guerrilla fue cercada por la Gendarmería Nacional. En el tercer viaje que hizo su marido, ella decidió acompañarlo. “Bajaron” de la sierra salteña a Alberto Castellanos y lo llevaron a Córdoba para operarlo de adenoides. Masetti estaba convencido de que los sonoros ronquidos del cubano ponían en riesgo al grupo guerrillero. “Llegamos a Santa Rosa, en Orán, Salta, y estaban muchos de ellos. Pienso que Masetti también estaba, pero no lo sé. Estaba José María Martínez Tamayo, cubano, al que le decían “Papi”. En ese viaje nosotros lo trasladamos a la frontera con Bolivia. Allí conocí a los hermanos Peredo, “Inti” y “Coco”. Llevábamos también un boliviano que le decían “Mamerto”, que era un enlace del Partido Comunista Boliviano. Ahí dejamos a “Papi” con los Peredo y con “Mamerto”, dispuestos a cruzar a Bolivia. Ahora me doy cuenta –en ese momento no me di cuenta- que ya estaban preparando la logística y las bases para la guerrilla del Che”, reflexiona Amalia.

 

“Antes de emprender el viaje a la frontera sucedió algo que a mí me dejó muy preocupada: hablamos con Lerner y nos dijo que todo estaba mal, que la gente estaba enferma, que algunos se querían ir y Masetti no los autorizaba. Pero además nos enteramos que el propio Masetti estaba muy enfermo”, dice. Y por primera vez hace una pausa que llena el living de un silencio incómodo.

 

- Te voy a explicar algo, porque esto nunca se ha dicho: Masetti defecaba sangre porque tenía una amibiasis que se había agarrado en Argelia, donde se había entrenado antes de viajar a Bolivia.

 

Me quedo absorto. Es la primera vez que un testigo de la época habla con tanta precisión de la enfermedad que aparentemente aquejaba a Masetti y que habría influido en sus últimos actos. Amalia toma el último sorbo del café. Hace una nueva pausa, mira hacia arriba y respira profundo. Sus ojos parecen mirar hacia adentro, como si buscaran en el recuerdo más doloroso las palabras justas para exorcizarlo. Su voz no se quiebra en ningún momento, está segura de lo que va a contar. “Mi esposo, que como ya te dije era médico, le dijo a Masetti: “Segundo, tienes que bajar porque esa amebiasis hay que curarla, si no te va a ir desgastando porque se te mete en el hígado”. Pero Masetti fue tajante en su respuesta: “Yo bajo únicamente muerto”. Y se negó a bajar. Eso lo fue afectando, incluso en su carácter. Estaba muy irritable, irascible, deprimido”, rememora Amalia, develando la posible causa de uno de los grandes enigmas de la guerrilla guevarista en Argentina: el carácter irascible, autoritario, de altibajos emocionales y excesivo rigor de su jefe. Rasgos que contrastan y hasta parecen incompatibles con la personalidad que había mostrado Masetti como periodista, director de Prensa Latina y miliciano en Cuba.

 

El exceso de rigor del comandante Segundo sellaría el destino maldito del EGP y explicaría el manto de silencio que aún hoy envuelve a la primera experiencia guevarista en Argentina: el fusilamiento, a manos de sus propios compañeros, de dos integrantes del grupo, “Pupi” Roblat y “Nardo” Grosswalt, acusados de violar el riguroso código militar de la guerrilla.

 

-¿Usted cree que la amebiasis que padecía Masetti puede haber influido en la decisión de fusilar a “Pupi” y a “Nardo”?

 

-Eso fue…- se queda en silencio, como si hubiera visto un fantasma-. Ay, vos no sabés lo que eso significa para mí… para nosotros… fue… tan… terrible…

 

Amalia irrumpe en llanto. Su voz se quiebra y se apaga en un sollozo. Su cuerpo tiembla, impotente, sin poder liberar tanta tensión acumulada. Parece que no podrá seguir hablando, pero de pronto vuelve a erguirse, sus ojos recobran brillo y sus manos temblorosas se aferran a los bordes del sillón. Amalia recupera la compostura, pero está claro que nunca pudo superar aquellos fusilamientos, que esas muertes absurdas todavía pesan en su conciencia, pese a que ella nada tuvo que ver y nada podría haber hecho tampoco para evitarlas. “Masetti no debió haber fusilado a esos muchachos”, dice apenas recupera la voz. Pero luego se permite la duda. “¿Cuál fue el criterio de Masetti para fusilarlos? Esos muchachos se quebraron en forma terrible. Mi marido le pidió que los sacara de Argentina, pero Masetti decidió fusilarlos para evitar riesgos. Eso traumatizó mucho a los que quedaron en el grupo”, recuerda. “Muchas veces he intentado ponerme en el lugar de Masetti. ¿Qué hubiera hecho yo? No sé si te das cuenta cuan traumático fue eso para nosotros. Fue terrible, terrible”.

 

Me doy cuenta.

……………………………..

 

Mientras se reponía de la operación de adenoides que le practicó el afamado otorrinolaringólogo Shapiro en la ciudad de Córdoba, Alberto Castellanos fue hospedado en distintas casas de simpatizantes del EGP. En la de “Pancho” Aricó, en el coqueto barrio del cerro de las Rosas, Alberto –Raúl Dávila, ciudadano peruano, según rezaban sus documentos apócrifos- tuvo un affaire con la empleada doméstica. El amorío causó conmoción al interior de la organización porque la mujer, que había sucumbido a los encantos del apuesto guerrillero cubano, tenía un novio policía que la celaba y exigía explicaciones. “Alberto había tenido relaciones con aquella muchacha, pero no la había forzado. Y aunque había sido algo de mutuo acuerdo, se armó un lío bárbaro. Quedamos en no contarle nada del asunto a Masetti. Mi marido me dijo: “si le contamos esto a Segundo, lo fusila sin pensarlo ni un momento”. Masetti nunca se enteró del asunto y tampoco nadie quiso recordarlo en el grupo”, dice Amalia, que aporta otra revelación que humaniza la conducta de aquellos jóvenes idealistas dispuestos a dar su vida por la revolución.

………………………………….

 

- Amalia, ¿usted quería subir al monte, incorporarse a la guerrilla?

 

- Todas las mujeres queríamos subir. Teníamos una imagen muy romántica, muy idealista de lo que era la vida en una guerrilla. No sabíamos realmente que era tan terrible. Mi esposo incluso hizo una gestión con Masetti, le dijo que podríamos hacer de enfermeras. Pero su respuesta fue tajante: “Acá no quiero mujeres porque dan muchos problemas. Que se queden allá y traten de hacer todo lo que puedan”.

 

Lo que pudieron hacer, además de acompañar a los hombres a comprar víveres, fue coser. Compraron una pieza entera de tela color verde olivo en la zona de los turcos, en el centro de Córdoba, en un comercio ubicado sobre la calle San Martín, y se abocaron a coser los uniformes de campaña. Usaron de molde un viejo uniforme cubano de Hermes Peña, el miliciano que secundaba a Masetti por orden del Che, que era un guajiro petizo y menudo. “¿Quién hizo esto? ¿Piensan que estamos tan gordos que vamos a llenar estos uniformes?”, se quejó Masetti cuando le llevaron las flamantes prendas. El comandante Segundo parecía no dimensionar la transformación que la vida en el monte, la mala alimentación y las agotadoras caminatas en la selva salteña habían hecho sobre sus propios cuerpos. Mandó los uniformes de vuelta a Córdoba.”No los habíamos hecho grandes, los hacíamos del tamaño del uniforme de Hermes, que era chiquito, pero parece que ellos estaban tan flacos que igual les quedaban grandes. Masetti nos mandó los uniformes de vuelta, enojadísimo. Tuvimos que deshacerlos y hacerlos de nuevo. Nos dio un trabajo bárbaro porque nosotras no éramos costureras. Parecíamos monjas de clausura, todo el día cosiendo”. El improvisado taller de costura funcionaba en la casa de la esposa de Henry Lerner – uno de los guerrilleros que estaba en el monte-, en una casa cercana a la fábrica de autos Fiat, en las afueras de la ciudad de Córdoba. “Ay, mi madre-exclama Amalia-: a nosotras nos afectó mucho ese rechazo de Masetti”.

 

………………………..

 

Detrás de una sonrisa espontánea asoma otro recuerdo en el rostro de Amalia. Esta mujer, que se gana la vida desde hace años como periodista en una radio de La Habana, introduce otro elemento gracioso en un relato despojado del tono épico del gobierno cubano. “Un día vino “Papi” (Martínez Tamayo) a casa y me pidió que lo acompañara a hacer unas compras. Yo le dije que no tenía problema, pero que primero se cambiara de ropa. Me miró sorprendido. Era enero de 1964, hacía mucho calor y estaba vestido con traje y una corbata plateada. Mirá –le dije-, te vas a tener que sacar el saco y la corbata, porque acá esa ropa la usan los novios del campo cuando se casan”. Martínez Tamayo era parte de la logística cubana que organizaba la guerrilla guevarista y “le habían dicho” que los argentinos andaban siempre de saco y corbata. La inteligencia revolucionaria también pecaba de ingenua.

 

Otro de los cubanos que le causó problemas a Masetti fue Abelardo Colomé Ibarra, actual ministro del Interior de Cuba. Hombre de pocas palabras –“nunca le sentí la voz y eso que lleva más de diez años como ministro”, ironiza Amalia-, el hoy comandante “Furry”, héroe de la revolución, acompañó a Masetti en su ingreso a la Argentina y viajó con Ciro Bustos por distintas provincias para reclutar jóvenes guerrilleros que engrosaran las filas del EGP. “Furry había tenido una herida en combate en Cuba y cuando llegó a la frontera de Bolivia sufría de epilepsia. Le dio un ataque muy oportuno a la orilla del Rio Bermejo, que es un río muy caudaloso. Los cubanos no conocen los ríos caudalosos. Ellos tienen dos ríos grandes acá, pero no son ni la sombra de los ríos de Argentina. Le dio un ataque de epilepsia a borde del Bermejo y Jouvé, por salvarlo a él, perdió fusiles, mochilas y otras cosas. En Buenos Aires Furry tuvo otro ataque de epilepsia y no sabían dónde llevarlo porque estaba sin documentos. Cuando Masetti se enteró puso el grito en el cielo: “Me lo sacan de aquí y se lo llevan porque si no lo voy a fusilar”, exclamó. Y Furry se tuvo que ir. Eso no se cuenta por la posición que Furry tiene ahora en el gobierno de Cuba, pero es la verdad. Cómo será de real que tenía ataques de epilepsia que cuando volvió lo mandaron a la Unión Soviética para operarlo y recién entonces se le terminaron los ataques de epilepsia”.

 

Amalia, otra vez, tiene razón: Colomé Ibarra, el poderoso ministro del Interior de Cuba, no habla.

 

Y menos con periodistas.

 

……………………………..

 

Abril de 1964 marcó el principio del fin de la efímera experiencia guevarista en Argentina. Para entonces el radical Arturo Illia había sucedido al gobierno títere de José María Guido y las fuerzas de Gendarmería Nacional, bajo el comando del general Julio Alsogaray, asestaban un certero golpe a la incipiente guerrilla de Masetti, que había sido infiltrada por dos hombres de la Policía Federal. Aislados, sin alimentos, la mayoría de los guerrilleros fueron apresados sin oponer resistencia. Sólo Hermes Peña murió en combate y mató un gendarme. Jorge Paul murió desbarrancado. Otros tres guerrilleros murieron de inanición. El comandante Segundo y Atilio Altamirano se internaron selva adentro y nunca más se supo de ellos. “Masetti no aparece nunca. Se ha disuelto en la selva, en la lluvia, en el tiempo”, escribió Rodolfo Walsh, su amigo y compañero en Prensa Latina.

 

Amalia se enteró de la caída del EGP por los diarios. Su esposo estaba en Salta. Había abierto un dispensario –con la autorización del Ministerio de Salud- que serviría de base de operaciones en Iruya, un lugar inhóspito cerca de Jujuy al que ningún médico quería ir. El lugar era perfecto para ayudar a los guerrilleros de Masetti y esperar la llegada del Che. Cuando llegó a la pensión en la que paraba siempre –otro “pecado de ingenuidad” de los guerrilleros-, el encargado le avisó que a su amigo Bollini Roca lo había llevado detenido la gendarmería. Y que el jeep también estaba en manos de las fuerzas de seguridad. Canelo volvió como pudo a Córdoba, pero no pudo avisarle a su esposa, que se había mudado a Cosquín junto a la mujer de Lerner.

 

“Me enteré de la caída de la guerrilla por el diario Córdoba, donde salían todos los nombres porque los gendarmes encontraron los documentos que estaban en el jeep. Busqué a la mujer de Lerner, que justo estaba en un velorio. Fue una situación muy cómica: yo le hacía señas, desesperada, para que mirara el diario, y ella me llamaba a la compostura porque estábamos en un velorio. Hasta que me pude acercar y le dije al oído: “cayó la guerrilla”. Se puso pálida. Salimos del velorio y me preguntó: “¿y ahora qué hacemos?”. Al otro día me llegó la citación de la Policía”. Amalia empacó sus pocas pertenencias y se fue a la casa de sus padres, en Alta Córdoba, donde la esperaban sus hijos. Su marido estuvo escondido casi un año en distintas casas hasta que, a través del Partido Socialista, les consiguieron los documentos para viajar a Cuba.

 

- ¿Qué hicieron en Cuba?

 

- Nos entrenamos un año entero. Recibimos instrucción militar.

 

- ¿Con la idea de volver a Argentina a hacer la revolución?

 

- Con la idea de volver, según yo. Nosotros nos entrenábamos con la idea de volver, no sabíamos bien a hacer qué, ni cuándo. Después me enteré que los cubanos tenían pensado que ese grupo en el que estábamos iba a engrosar la guerrilla del Che. Estuvimos en un campamento y siempre nos atendían funcionarios del Minin (Ministerio del Interior). Pero cuando terminamos el entrenamiento nos enteramos que la guerrilla del Che había caído.

 

- Y se quedaron sin guerrilla para incorporarse.

 

- Claro. Igual después nos enteramos que el Che había dicho que no quería mujeres en la guerrilla, así que no sé qué íbamos a hacer, seguro que no íbamos a coser (se ríe). Éramos cuatro mujeres recibiendo instrucción militar, que era muy dura, cargábamos una mochila de 30 kilos que no te cuento lo que pesaba después de unas horas de caminata. Cuando terminamos el entrenamiento quedamos en un impasse, en un callejón sin salida, sin saber qué iba a pasar. Eso fue en agosto del ´67. En septiembre nos enteramos que el Che estaba cercado y que los hombres de nuestro grupo –que eran como veinte, entre los que había algunos peruanos- iban a ir a la guerrilla del Che en Bolivia, pero que las mujeres nos íbamos a quedar.

 

- ¿Y después qué pasó?

 

- La muerte del Che frenó todo.

Hernán Vaca Narvaja
- Periodista y escritor -