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La megacausa de La Perla
Justicia
Por | Fotografía: Marcos Mattos
Foto: El abrazo que detuvo el tiempo.
El 25 de agosto fue un día histórico para Córdoba. Tras casi cuatro años de juicio oral, se condenó a los represores del campo de concentración más emblemático del interior del país. Crónica íntima de un luminoso día de justicia.
Publicada el en Crónicas

A María Elba Martínez, in memoriam.

“Los altoparlantes nombran el nombre de Barreiro, parece que el tiempo se detiene. De golpe siento que el tiempo se detiene (aunque sé que más de uno está puteando a este represor). Siento un clima de tensión, siento miedo, ¿qué estará pensando mi viejo, mirando el rostro del hombre que torturó y mató a su padre?”, escribió mi hijo Federico en su cuenta de Instagram el último 25 de agosto.

Federico no conoció a su abuelo ni a su bisabuelo, pero sus forzadas ausencias han rondado siempre la mesa familiar y sus fotos en blanco y negro conviven con otros retratos de familia. En 2010 me vio viajar a Córdoba seguido, siempre con una remera blanca con la foto de mi padre estampada en el pecho. Al año siguiente, la editorial de la Universidad Nacional de Río Cuarto (UniRío) publicó “La última estación”, un libro que reúne siete cuentos hasta entonces inéditos, una pequeña biografía, textos familiares y el alegato que pronunció mi hermano en el juicio, que motivara la airada reacción del genocida Jorge Rafael Videla (se quejó ante el tribunal por su “peligroso revisionismo”).

Estamos esperando la lectura de la histórica sentencia del megajuicio de La Perla. Hace casi cuatro años que comenzó el proceso oral y público que hoy llega a su fin y casi seis de la sentencia dictada por otro tribunal –también presidido por Jaime Díaz Gavier- a los imputados por  los crímenes de lesa humanidad cometidos en la Unidad Penitenciaria Nº 1 de Córdoba (UP1). Entre las víctimas de aquél proceso estaba mi padre. Entre las víctimas de éste, mi abuelo. Los dos se llamaban Miguel Hugo, atendiendo a la tradición familiar, que mi hermano –el último portador del nombre- rompió al ponerle a su hijo Emiliano, en homenaje a Zapata, héroe de la revolución mexicana, país que –exilio mediante- terminaría siendo nuestra segunda patria.

El sol ilumina cada rincón del Parque Sarmiento y abraza las veinte mil almas que contemplan expectantes la pantalla gigante ubicada delante del edificio de los Tribunales Federales. Los rostros eternamente jóvenes de los desaparecidos se reflejan en cientos de pancartas, remeras y pañuelos, flotando en el aire.

Dentro del edificio, en la pequeña sala donde se desarrolla el debate, 43 imputados esperan impertérritos el veredicto del tribunal. Por primera vez, los más provocadores parecen acusar el impacto: Héctor Vergéz, alias Vargas, creador del Comando Libertadores de América, está sombrío y su cara no expresa ni una mueca de fastidio; Ernesto “Nabo” Barreiro, que horas antes auguró que sería aplaudido por imaginarias multitudes en futuros desfiles patrios, llora en silencio. Sobre su rostro pétreo resbalan algunas lágrimas. ¿Otra provocación? ¿O queda en ese monstruo algún vestigio de humanidad?

La sala está oscura. Fría. Tensa. Los pañuelos blancos asemejan faros que iluminan los rostros inquietos de los desaparecidos, que se balancean, libres, en una imaginaria marea redentora.

El presidente del tribunal, Jaime Díaz Gavier, comienza a leer la sentencia. Tiene una voz gruesa y firme. Casi no se equivoca, no repite, no duda. Impresiona la cantidad de desapariciones, muertes y tormentos atribuidos a cada imputado. Cuando llega el primer veredicto –prisión perpetua- la calle estalla en un grito desgarrador: Asesinos.

“El tiempo vuelve a activarse, como por arte de magia, por unas palabras (“cadena perpetua”, dice el juez), de golpe me abrazo con el niño de los 70, aquel que dejaron sin padre, llorando con él… Me aferro a él, lo aprieto con todas mis fuerzas…”, escribe mi hijo Federico. El niño de los 70 soy yo. Y también lo abrazo. Con todas mis fuerzas. Las que me quedan, porque tengo un nudo en la garganta y me tiemblan las piernas. Han pasado 40 años desde el secuestro de mi abuelo y el fusilamiento de mi padre, pero escuchar la condena a Barreiro me libera. Me embarga una sensación de paz, de armonía. Entiendo, tal vez por primera vez en mi vida, qué significa aquello del acto reparador de la Justicia.  

Los celulares están colapsados. Los twitter que envío para compartir el momento histórico con mis seguidores –el periodista, al fin y al cabo, vive en mí- nunca llegarán a la red. Quedarán encerrados en el celular, apretados entre la gente, mezclados con la impresionante multitud congregada para compartir un acto de Justicia. Hay demasiada energía en esa ancha avenida desbordada por veinte mil personas expectantes. Mi hijo tiene razón: el tiempo parece detenerse mientras nos fundimos en un abrazo interminable con Milagros y Catalina. Barreiro, el temible jefe de interrogadores de La Perla, el amotinado de Semana Santa que puso en vilo al gobierno democrático de Raúl Alfonsín, acaba de ser condenado a cadena perpetua. Es su primera condena. Es Justicia.

Ahora el condenado a perpetua es Vergéz. Me doy vuelta para abrazar a Mariano Pujadas, sobreviviente de una familia diezmada por el flamante condenado. Lo acabo de conocer, aunque supe su historia –y él de la mía- leyendo “Hijos de los 70”, el conmovedor libro de las periodistas Carolina Arenes y Astrid Pikielny. Somos dos desconocidos unidos por el hilo invisible de la tragedia. Aunque recién nos presentamos, nos tratamos como hermanos. Pasaron más de cuatro décadas desde aquellos brutales asesinatos. Yo tenía siete años. Mariano era una criatura. Ambos crecimos sin padre. Y sin abuelo paterno.

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El juicio que se realizó en el 2010 terminó con duras condenas a los represores, encabezados, como ahora, por el inefable Luciano Benjamín Menéndez. Pero no fue un fallo justo. A pesar de la abundante prueba en su contra, fueron absueltos los principales implicados en el asesinato de mi padre: Francisco Pablo D´Aloia y Osvaldo César Quiroga. Ambos están en libertad.

El largo y moroso brazo de la justicia cordobesa había llegado para algunos, pero el generoso manto de impunidad que los protegió durante tantos años terminó salvando a los asesinos de mi padre. “Las absoluciones demuestran que fue un juicio justo y que no hay condenas anticipadas”, repitieron a coro funcionarios y magistrados. Un axioma tan falaz como políticamente correcto. ¿Por qué no pensar que las absoluciones fueron en realidad producto de una deficiente instrucción judicial? O peor aún, de una decisión política/judicial de “equilibrar la balanza” para evitar cuestionamientos.

Lo cierto es que un documento firmado por Quiroga asumiendo la responsabilidad del traslado de cuatro presos –entre ellos mi padre- y el desgarrador testimonio del cuarto prisionero –Eduardo De Breuill- relatando los pormenores del macabro viaje del que fue el único sobreviviente, no alcanzaron para que el tribunal condenara a Quiroga y D´Aloia.

“Cuando el pelotón militar se presentó a retirar a los detenidos, se negaron a entregárselos sin un recibo, pese a que la orden tenía la firma y el sello de (el general Juan Bautista) Sasiaíñ. Ése es el origen del extraordinario documento (…) donde consta de puño y letra de Quiroga el retiro de los detenidos que poco después serían fusilados, en lo que el Comando del Tercer Cuerpo presentó entonces como un intento de fuga al romperse la dirección del vehículo militar”, reseñó el periodista Horacio Verbitsky en 1987, en el semanario El Periodista.

Ese “extraordinario documento” no alcanzó para que el tribunal integrado por Jaime Díaz Gavier, José María Pérez Villalobos y Carlos Lascano condenara a Quiroga.

Tampoco fue suficiente el testimonio del sobreviviente de aquélla matanza, que siempre repitió la misma historia, incluyendo la presencia del oficial Francisco Pablo D’Aloia en la escena del crimen. Aquél 12 de agosto de 1976, Eduardo De Breuill quedó vivo por un capricho del azar: los militares tiraron una moneda para dirimir a cuál de los dos hermanos matarían.

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El brutal homicidio de mi abuelo Miguel Hugo Vaca Narvaja no estaba incluido inicialmente en la elevación a juicio de la megacausa de La Perla. Pero mi hermano Miguel Hugo (n), por entonces abogado querellante, logró incorporar al proceso tres testimonios que resultaron la claves para armar el macabro rompecabezas.

El primero fue el de una sobreviviente que dijo haber escuchado una discusión en el campo de concentración La Ribera. Y que cuando preguntó, uno de los milicos que la custodiaba le dijo: “usted tiene mala suerte, justo le tocó caer con Vaca Narvaja”.

Otro testimonio clave fue el de Valentina Enet, que contó que en marzo de 1976 acompañó a su padre a entrevistarse con el coronel Raúl Fierro. Buscaban desesperadamente a su hermano Gerardo, que había sido secuestrado. En un momento determinado, el militar se ausentó para atender una llamada del General Menéndez y Valentina se abalanzó instintivamente sobre su escritorio, donde vio con estupor que debajo del vidrio había fotos de cuerpos mutilados con manchas rojas y leyendas obscenas. Le llamó la atención una de las fotos más grandes: era un cuerpo sin cabeza.

- Ah, estás mirando mi álbum de recuerdos. Pero a ese no lo vas a poder reconocer porque le falta la cabeza. Eso es lo que le pasa a los padres que andan buscando a sus hijos, esos montonero marxistas. A ése tu viejo lo conoce: es Vaca Narvaja-, le dijo Fierro con naturalidad mientras regresaba a su escritorio.

El padre de Valentina la tomó del brazo y salieron presurosos de ese macabro despacho. Pensaron que la historia de la decapitación había sido una puesta en escena para infundir temor. Hasta que apareció la cabeza. “Ahí nos dimos cuenta de la barbarie”, admitió la testigo ante los demudados miembros del tribunal.

A fines de abril de 1976, en el barrio Alta Córdoba, a la vera de las vías del tren, el estudiante Carlos Albrieu encontró una bolsa de nylon con una cabeza humana en su interior. No estaba en estado de descomposición y tenía olor a formol. “Le faltaba un ojo. Tenía un bigote muy fino, una nariz larga, afilada. La llevamos con mi hermano a la comisaría séptima. La entregamos y esperamos que nos citaran a declarar”, contó Albrieu.

Pero a citación nunca llegó. En agosto, acompañó a su su hermano a la comisaría para gestionar un documento. Cuando le preguntaron la dirección de su casa, citó como referencia el lugar donde habían encontrado la cabeza, cerca de las vías del tren.

- Ah, sí, la cabeza de Vaca Narvaja-, dijo el oficial.

Albrieu se llamó a silencio, pero nunca pudo olvidar aquél apellido. Años después, cuando los Vaca Narvaja comenzaron a regresar de su largo exilio, se contactó con Gustavo. Como no quería dejarse influenciar, primero le hizo una pormenorizada descripción de la cabeza que había encontrado. Cuando Gustavo le mostró las fotos de su padre desaparecido, no tuvo dudas: era la misma persona.

Mi abuelo Miguel Hugo había sido secuestrado el 10 de marzo de 1976 de su propia casa, ubicada en Villa Warcalde. Su esposa Susana Yofre y su hijo menor, Gonzalo, fueron los últimos que lo vieron con vida. Cuatro décadas después, cuando declaró en el juicio, Gonzalo le preguntó al tribunal “¿Qué clase de seres son los que le cortan la cabeza a alguien y la conservan como un trofeo? ¿Y qué clase de miserables los que la exhiben? ¿Y ante quiénes la exhiben? ¿Quién dio la orden? ¿Qué miserables seres son éstos?”.

Gonzalo tenía 16 años cuando secuestraron a su padre. Casi la misma edad que hoy tiene mi hijo Federico, que el día de la sentencia escribió en su cuenta de Instagram: “Es un abrazo que nos dejó solos en el medio de la multitud, solos fundidos en un solo abrazo y llorando como locos. Luego mis oídos retoman el ruido de la gente. EL PUEBLO FESTEJA. OTRA VEZ SE HIZO JUSTICIA”.

Mi abuelo solía sentarse en una vieja silla mecedora en el amplio patio de su casa de Villa Warcalde, entre viejos árboles que amplificaban el canto de gorriones y cotorras. Nosotros, sus nietos, lo rodeábamos expectantes, esperando aquéllas apasionantes historias de príncipes y mendigos, de héroes y princesas, de gladiadores y dragones encantados.

Eran historias atrapantes en las que nosotros, sus pequeños héroes, éramos siempre los protagonistas. Como lo fuimos el último jueves 25 de agosto, cuando nos abrazamos fuerte para compartir con otras veinte mil almas un día histórico, detener el tiempo y soltar el grito contenido durante cuatro décadas de impunidad: ¡Justicia!

Hernán Vaca Narvaja
- Periodista y escritor -