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#MesDeLaMemoria
Cuarentena no es olvido
Foto: Miguel Hugo Vaca Narvaja padre, hijo y nieto, en la casa familiar de Villa Warcalde, Córdoba.
Hace 44 años iniciaba junto a mi familia el fatídico viaje hacia el terrorismo de Estado. El secuestro de mi abuelo, el fusilamiento de mi padre, el exilio y el regreso al país. Crónica contra la desmemoria.
Publicada el en Crónicas

La cuarentena nos impide marchar. Nos duele no estar hoy en la calle, como cada 24 de marzo, conmemorando el cruento golpe cívico-eclesiástico-militar que cambió para siempre nuestras vidas. Hoy hace 44 años la mayoría de mi familia amanecía en la residencia del embajador de México en Argentina. Estábamos amuchados en el altillo de una vieja casona de estilo francés. Éramos 26, entre adultos y niños. Yo tenía siete años.  

Lo primero que hicimos cuando nos despertaron los primeros rayos de alba fue asomarnos a esas ventanitas redondas y pequeñas, como las de los barcos. Y allí se fijó en mi retina la primera imagen imborrable de ese niño asustado y entusiasta que vivía una extraña aventura: pegados a las rejas que rodeaban el patio de la casa había centenares de soldados. No eran soldaditos de juguete, sino hombres vigorosos con uniformes de combate, cascos, armas largas, como en las películas. Eran tantos que no pudimos contarlos, pero entendimos - luego del reto, los adultos intentaron explicarnos- que esos soldaditos podían dispararnos. Y que ya nada sería como antes, porque esa madrugada la junta de comandantes – “Videla, Massera y Agosti”, nos repetiría mi abuela Susana, para que no olvidáramos- había derrocado a la presidenta María Estela Martínez de Perón.

Nuestro destino como familia era el exilio. Comenzaba la noche más negra de la historia argentina.  

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Un día antes del golpe, en pequeños grupos, los 26 miembros de la familia Vaca Narvaja -con nuestra matrona, mi abuela Susana, a la cabeza- fuimos ingresando al Consulado de México en Buenos Aires. La consigna era no saludarnos. “Tienen que hacer de cuenta que no se conocen”, fueron las precisas instrucciones de los adultos. Una vez que todos entramos, mi tío Gustavo pidió asilo político. No podían echarnos. Esperamos todos amontonados en una amplia oficina -imagino sería la sala de juntas del Consulado- y mitigamos el hambre con sándwiches y gaseosas. Mi hermano mayor se había empacado y, debajo de la mesa, repetía una frase que reflejaba su impotencia de niño asustado:

Los abogados de la familia, que por tradición familiar además llevaban el mismo nombre que mi hermano, no estaban ese día con nosotros:  Miguel Hugo hijo, mi padre, estaba preso desde noviembre en la cárcel de barrio San Martín, en Córdoba; y Miguel Hugo padre, mi abuelo, había sido secuestrado semanas atrás de su casa de Villa Warcalde. La patota irrumpió de madrugada, armada hasta los dientes. Se identificaron como miembros de la policía federal. Apenas entraron, rompieron todo, robaron lo que pudieron, maniataron a Susana y su hijo menor Gonzalo, y se llevaron a mi abuelo en pijama, en el baúl de un Ford Falcon verde que se perdió para siempre en la oscuridad.

En esa misma casa de Villa Warcalde, los domingos de reunión familiar, mi abuelo solía contarnos historias de princesas y dinosaurios, en las que sus nietos éramos siempre, indefectiblemente, los protagonistas. “Mis pequeños héroes”, nos decía con su voz suave y envolvente mientras nos hipnotizaba con sus vívidos relatos a la sombra de unos árboles altísimos que sobresalían del empinado jardín que llevaba al arroyo. El año pasado, en ese mismo arroyo, seco y lleno de yuyos, esparcimos las cenizas de mi papá, el otro Miguel Hugo, que sumaría su nombre a la treintena de fusilados por el terrorismo de Estado en aquella cárcel infausta.

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Asomado en las ventanitas del avión se impregnó otra imagen que me acompañaría para siempre: la ciudad interminable que rodeaba los históricos volcanes Popocatepetl e Ixtaccihuatl. México no era lo que imaginábamos: el Distrito Federal no se parecía a la vecindad del Chavo y la ciudad no dejaba espacio a los bucólicos paisajes de la familia Cartwright en Bonanza. Exiliados, sin trabajo, el primer tiempo fuimos alojados todos en un hotel, donde nos daban para comer las sobras que dejaban los turistas. Ajenos a la tragedia que vivían nuestros padres, los niños del grupo robábamos las toallas de la lavandería y nos las colgábamos de la espalda para jugar a Superman o Batman. ¿O acaso no seguíamos siendo sus pequeños héroes?

Los adultos discutían, lloraban, reían. Y, sobre todo, buscaban trabajo. Pasé el cumpleaños más frugal y feliz de mi infancia el día que me mi mamá me entregó la guitarra que mi papá me había hecho en la cárcel, tallada con sus propias manos. En la boca, de puño y letra sobre un círculo de cuero, escribió una frase que me acompañaría el resto de mi vida: “Para Hernán, quien como esta guitarra siempre es armonía. Córdoba, Navidad de 1975”. Fue su primera navidad preso. Y la última. Festejamos con mi madre y mis hermanos ese cumpleaños recontra austero con una factura con una velita. Yo la soplé y después me la pasé saltando en la cama -algo que tenía prohibido- y “tocando la guitarra”. Era un niño feliz que esperaba que mi papá se nos uniera en el exilio para que esa felicidad fuera completa.

El 12 de agosto de 1976 -yo no tenía entonces noción del tiempo- la rutina del hotel se alteró por completo. De la puerta de la habitación de mi abuela entraban y salían mis tíos, llorando, fumando, puteando. Me asomé, pese a la prohibición de los adultos, y la vi postrada en la cama: era mi abuela Susana y estaba devastada. Le acababan de decir lo que luego me dirían a mí: que mi padre había muerto. En realidad, que lo habían matado. Los militares. La noticia había salido en el diario La Voz del Interior y decía que, ante un desperfecto mecánico del auto que los trasladaba, mi padre y otros dos “delincuentes subversivos” habían emprendido la huida, pero todos habían sido ultimados por los militares, que así evitaron la fuga. Después sabríamos que en realidad los llevaron maniatados en dos vehículos a un descampado, donde los hicieron bajar para fusilarlos a quemarropa.

No recuerdo dónde estaba mi madre ese día, aunque puedo ver su cara demacrada por el dolor de la pérdida. Ese día interminable, confuso, impreciso, supe que la guitarrita que me habían regalado apenas un mes antes sería algo más que un regalo: mi legado. Releí una y otra vez, a lo largo de los años, aquella dedicatoria tan breve y certera: “…como esta guitarra, siempre es armonía”. He intentado siempre honrar ese legado, a veces tan difícil de asumir ante tanto dolor.

El día que me dijeron que mi papá estaba muerto -el día más largo de mi vida-, casi como un acto reflejo, pedí papel y lápices. Y me puse a dibujar soldaditos. Los dibujaba y los mataba, una y otra vez. Con rabia, con bronca, con impotencia, con desesperación, sin armonía. Hasta que mi tío Gustavo me vio en el pasillo, se hincó y al ver mis dibujos me explicó que no era bueno odiar, que el odio no conducía a nada bueno, que había que recordar para buscar justicia. Que lo único que no podíamos hacer a partir de ese momento era olvidar. No sé si le entendí, pero el abrazo que me dio ese día cambió mi temblequeo reprimido y silencioso por un llanto pleno y desconsolado.

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México fue mi patria. Soy, como tantos exiliados, un argenmex. Tal vez más mexicano que argentino, porque al fin de cuentas México solo me dio cosas buenas: amigos que aún son hermanos, las primeras novias, la playa, el fútbol, la música, los “bolos”, los tacos, los zopes, el colegio Madrid -legado compartido del exilio español-, los Pumas y los primeros “revens”, acompañando a mi hermano adolescente. México fue mi infancia y mi primera adolescencia, el país que me salvó la vida y me impregnó sus valores y su cultura. El país de la eterna añoranza.

Pero un día la dictadura terminó y todos empezaron a volver. También nosotros. Mi madre se quedó a hacer su tesis (sí, esa mujer increíble no solo crio a sus tres hijos en soledad trabajando de enfermera por las noches, sino que además hizo una carrera universitaria en el exilio) y nosotros nos separamos para vivir un tiempo con sus hermanos. Nos tuvimos que separar mientras intentábamos adaptarnos a una sociedad que le había dado la espalda a nuestro padre, bajo un gobierno democrático que enjuiciaba a los militares, pero al mismo tiempo los equiparaba con los guerrilleros. Nunca olvidaré el afiche de “Buscados” con el rostro de mi tío Fernando, de Montoneros y Enrique Gorriarán Merlo, del ERP, en una estación de servicios de Neuquén mientras hacía dedo junto a otros tres mochileros. Tenía 17 años.

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A fuerza de golpes fui entendiendo que Argentina es un país de contrastes, pero es mi país. Terminé el secundario, entré a la universidad y digerí como pude el Punto Final y la Obediencia Debida de Alfonsín y el indulto de Menem. Mientras dudaba entre estudiar Letras y Abogacía, obtuve la Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Córdoba. Desde entonces nunca dejé de ejercer el periodismo. Escribí dos libros para tratar de entender la raíz conservadora de Córdoba: Ave César, la caída del último caudillo radical (sobre el tres veces gobernador Eduardo César Angeloz) y El Candidato, biografía no autorizada de José Manuel De la Sota. Llegué a la conclusión de que ambos -Angeloz y De la Sota- llegaron al poder, entre otras razones, por la atroz masacre que perpetró el terrorismo de Estado en Córdoba. En esa provincia donde florecieron sitios emblemáticos del terror como La Perla, La Ribera y el D2, donde el tañer de las campanas de la Catedral apagaban los gritos de la tortura. Esa Córdoba de familias acomodadas en el Poder Judicial, en la que los juicios, inexorablemente, empezaban más tarde que en el resto del país. La Córdoba mediocre que forjó el cordobesismo sobre la ausencia forzosa de una generación diezmada de jóvenes dirigentes -políticos, sindicales, sociales- brillantes y comprometidos con su pueblo.

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Lloré sin consuelo cuando el tribunal presidido por Jaime Díaz Gavier absolvió al militar Osvaldo Quiroga en el juicio por los fusilamientos de presos políticos en la UP1. El de mi padre es el único caso de delitos de lesa humanidad donde el “traslado” de los prisioneros hacia la muerte quedó documentado. Pero los magistrados, como en un cuento de Poe, no valoraron la prueba más contundente que tenían. Fuimos en queja a la Corte Suprema y logramos, años después, que se revirtiera la nueva aberración jurídica cometida por el Poder Judicial cordobés.

Pasé noches sin dormir cuando comprobé, por testimonios directos ante el tribunal que, a mi abuelo, además de torturarlo brutalmente, lo decapitaron. La foto de su cuerpo sin cabeza adornaba el macabro escritorio del coronel Raúl Fierro; su cabeza, conservada en formol, fue hallada a la vera de las vías del tren, en el barrio Alta Córdoba. Aún hoy me cuesta entender tanta crueldad.

En los últimos años investigué y denuncié periodísticamente las anomalías en la investigación -por usar un término generoso- del cobarde asesinato de Nora Dalmasso. Como coordinador del Observatorio de Derechos Humanos de la UNRC, logré que se reactivara un expediente que -quedó probado- dormía el sueño de los justos en el despacho del fiscal Javier Di Santo. La respuesta de la corporación judicial del cordobesismo fue brutal: me condenaron a indemnizar a los imputados del homicidio, uno de los cuales se sentará este año en el banquillo de los acusados ante un jurado popular.

Encontré en la Casa de la Memoria de Río Cuarto a mi segunda familia, integrada por ex presos políticos, familiares de víctimas del terrorismo de Estado y funcionarios con sensibilidad social. Con ellos recuperamos la Casa -que había sido tomada y cerrada por grupos sectarios y prepotentes- y trabajamos con humildad y convicción para preservar la memoria colectiva, buscar siempre la verdad y obtener justicia.

Milité para que Alberto Fernández fuera presidente y, sobre todo, para que terminara la pesadilla macrista. Integro un grupo de compañeres maravilloso con los que compartimos un proyecto de país inclusivo, justo y solidario.  

Intuyo que mi madre está tan orgullosa de mí y de mis hermanos (el juez y la actriz) como lo estoy yo de mis cuatro hijos y mi compañera de vida.

Hoy no marcho. No estaré en las calles. No llevaré las pancartas de mi abuelo y de mi padre, que me acompañan ansiosas todo el año en mi altar laico, esperando ese momento.

Será un 24 de marzo raro, distinto, en el que extrañaremos los abrazos, las sonrisas, las consignas. Pero hoy la prioridad es cuidarnos del coronavirus, esta pandemia invisible que nos amenaza a todos, pero sobre todo a nuestras Abuelas y Madres. Por ellas, por mis hijos, por los 30.000 desaparecidos, por los nietos que aún faltan restituir, me sumo desde mi casa, desde esta obligada pero intensa cuarentena, a un nuevo pedido de Memoria, Verdad y Justicia.

Porque hoy no nos movilizamos, pero tampoco olvidamos.

Memoria, Verdad, Justicia.

Nunca Más.

Hernán Vaca Narvaja
- Periodista y escritor -