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El asesino está entre nosotros
Por | Fotografía: Matías Tambone/Archivo
Foto: Marcelo Brito y Julio Rivero, dos piezas claves para la consagración de la impunidad en el caso Dalmasso.
En su nuevo libro, editado por Recovecos, Hernán Vaca Narvaja reconstruye los homicidios de María Marta García Belsunce y Nora Dalmasso y explica dos décadas de impunidad. El libro se presentará el martes 28 de noviembre en Córdoba y el jueves 30 en Río Cuarto. Se pueden adquirir ejemplares de preventa contactándose al email: editor@edicionesrecovecos.com.ar
Publicada el en Libros

Si leemos la historia argentina como una sucesión de hechos policiales –y abunda la literatura que apuntala esta lectura, desde El Matadero hasta Operación Masacre- el crimen de María Marta marcó el principio del fin de la década menemista. El afán por el dinero, aunque fuera mal habido, y la ficción de una vecindad exclusiva capaz de preservar a un grupo de elegidos de la violencia social generada por un sistema de exclusión se derrumbó como un castillo de naipes, al compás de una crisis institucional que implosionó el régimen de valorización financiera para restañar las grietas del tejido social con políticas neo keynesianas que apuntarían a reconstruir el Estado y reinstaurar la cultura del trabajo.

La condena a Carrascosa, Bártoli y los financistas del Carmel fue el triunfo de la justicia de los hombres de a pie sobre la justicia country, así como la condena a los genocidas del terrorismo de Estado fue el triunfo de la memoria sobre el olvido. Molina Pico logró que se condenara a los culpables del crimen de María Marta. Pero, sobre todo, logró que la gente percibiera, por fin, que el peso de la ley, alguna vez, puede caer también sobre los poderosos.

“Pese a posibles errores y torpezas de esta fiscalía, producto, si se quiere, de su plena confianza en las personas que integran las instituciones del Estado, y de las demoras en la instrucción producto de la permanente acción dilatoria de la defensa (…), hoy se elevan estos actuados con evidencias impensables cuando se pedía cerrar la causa por ser una muerte por accidente”, escribió el fiscal en su alegato acusatorio.

“Esta fiscalía está orgullosa de su labor. Parafraseando a César, pero con humildad, puedo concluir diciendo que, con la eficaz colaboración del personal que estuvo a mi cargo, investigué, descubrí, acusé”, agregó, para concluir con un certero vaticinio: “A otros la ley les da la misión de imponer el ejemplar castigo que los imputados merecen para restablecer la Justicia dañada y para que no se siga diciendo que sólo el villero es el que sufre el rigor penal de la Argentina”[1]. La rueda de la burocracia judicial, el poder de los abogados del régimen y la militancia de ciertos medios de comunicación harían que este impulso inicial cediera hasta llegar al absurdo de llevar adelante, veinte años después, un juicio oral en el que tres fiscales se enseñaron contra Nicolás Pachelo mientras el condenado Carrascosa contemplaba el proceso como particular damnificado.

La investigación del crimen de Nora Dalmasso fue la contracara del caso García Belsunce: desde un primer momento se revictimizó a la víctima adjudicándole decenas de amantes y luego se pretendió cerrar el caso inculpando a un “perejil”. Al final, la investigación apuntó al corazón mismo de la familia de la víctima; primero se imputó a Facundo y luego a su padre, en dos ocasiones. La zigzagueante pesquisa fue dejando tantos cabos sueltos que se formó una telaraña imposible de desentrañar por un Poder Judicial que además de impericia mostró una indisimulada complacencia con los poderosos.

En el celular de Nora hallado en la escena del crimen quedó registrado el horario en que se abrió un mensaje de texto enviado desde Punta del Este por Guillermo Albarracín: las 12.01 horas del sábado 25 de noviembre. Habían pasado varias horas de cometido el homicidio, estimado por los forenses entre las tres y media y las siete de la mañana. ¿Quién estaba junto al cadáver de Nora tantas horas después de su asesinato? ¿El homicida? ¿Sus cómplices? ¿Se ordenó la escena del crimen?

La provocativa conducta del amigo y vocero de Macarrón, Daniel Lacase, fue consentida por los fiscales. “Con excepción de los que estábamos en Punta del Este, todos son sospechosos”, dijo apenas volvió de Uruguay. Y potenció el rumor que ya estaba instalado en la ciudad: a Nora la mató su amante. Pero a poco de andar se supo que su verdadero amante -el único probado en el expediente- estuvo con Macarrón en Punta del Este.

El abogado Enrique Zabala denunció que Lacase pagó la estadía en el hotel Ópera de los policías que llegaron de Córdoba para incriminar a Gastón Zárate.  Los uniformados fueron imputados por “admisión de dádivas”, pero el fiscal de instrucción Julio Rivero archivó la causa porque lo asaltó una “duda insuperable” (sic). Ni siquiera citó a declarar a Lacase, el dadivoso señalado por un conserje del hotel a la cámara oculta del periodista Tomás Méndez. El fiscal archivó la causa. Si hubiera imputado a Lacase habría interrumpido la prescripción que, ya como fiscal de Cámara, le impidió en 2022 acusarlo como coautor del homicidio de Nora junto a su novia Silvia Magallanes y el propio Macarrón, según dijo Rivero. Aunque el fiscal reculó en el juicio y no mantuvo su propia acusación.

Di Santo no investigó las versiones que indicaban que Magallanes había suspendido su cita en la peluquería el sábado 25 de noviembre de 2006 porque “algo grave” había pasado en Villa Golf, cuando el cadáver de Nora fue descubierto recién a las seis de la tarde del día siguiente. En 2022 declaró en el  juicio como testigo con un pedido de falso testimonio pendiente: nadie le preguntó nada para evitar que se autoincriminase, pero nunca fue sometida a proceso.

Nadie le pidió explicaciones al jefe de la Unidad Regional N° 9 de Río Cuarto, comisario Sergio Comugnaro, que no hizo nada para preservar la escena del crimen ni se puso a la cabeza de la investigación, sino que viajó a Córdoba y dejó todo en manos del comisario Rafael Sosa, jefe de Homicidios de la ciudad de Córdoba. Quince años después, el tribunal que juzgó a Macarrón ni siquiera lo citó a declarar, al igual que sucedió con otros testigos claves de una investigación plagada de errores, omisiones e inconsistencias. 

En la primera y única conferencia de prensa luego del crimen de su esposa, Marcelo Macarrón definió a Nora como una “empresaria exitosa”, cuando su magro salario apenas superaba los 400 pesos; dio por ciertas las versiones de sus amantes y se preguntó ante los atribulados periodistas cómo pudo no darse cuenta “como médico” de esa situación.

El sábado 25 de noviembre de 2006, una de las empleadas domésticas de Macarrón, Carina, tuvo el día libre. Macarrón dijo que pidió el franco compensatorio porque había trabajado hasta tarde en la fiesta de su cumpleaños, pero la mujer dijo que fue Nora quien le pidió que no fuera a trabajar ese día porque quería disfrutar de la pileta en soledad.

Fue sugestiva la primera declaración de Facundo Macarrón en la causa: citado como testigo los primeros días del año 2007 -el fiscal ni siquiera le preguntó qué había hecho el fin de semana del crimen-, se hizo eco de los rumores que hablaban de los amoríos clandestinos de su madre y sembró sospechas sobre Rohrer. En 2022 directamente lo apuntó como el homicida de su madre.

Otro de los cabos sueltos nunca aclarados fue una llamada telefónica al bar Alvear la tarde del viernes 24 de noviembre, en la que una voz masculina canceló la reserva que habían hecho las “congresistas” para cenar esa noche. Nunca se determinó el origen de la comunicación, entablada poco después de que Nora le comentara a su esposo que en un rato se juntaría con sus amigas a cenar.  Fue la última vez que intercambiaron mensajes.

Una vez que saltó el patrón genético Macarrón en la escena del crimen, Di Santo investigó a Facundo y no a Félix Macarrón, el suegro de Nora, que esa noche estuvo en Río Cuarto. Félix declaró que la noche en que encontraron muerta a su nuera vio el cadáver desde la puerta del dormitorio, pero Di Santo lo incluyó entre los posibles contaminadores de la escena del crimen y fue su sangre la que comprometió a su nieto Facundo: el Ceprocor determinó que su ADN coincidía con el que se obtuvo del cuerpo de la víctima, las sábanas de la cama donde la hallaron y el cinto de la bata con que fue estrangulada.  Fue -es- la prueba más consistente del expediente. Y surgió de carambola.

Sobre la existencia del haplotipo Y de la familia Macarrón en la escena del crimen, la estrategia de Brito fue elocuente: cuando defendía a Facundo intentó denodadamente destruir la prueba genética; cuando por fin llegaron los análisis del FBI que identificaron a Marcelo Macarrón como el donante casi excluyente de ese material genético, recordó que el viudo dijo que mantuvo relaciones sexuales con su esposa antes de viajar a Uruguay. Nunca más habló de contaminación.

Más allá de las dudas, contradicciones y la crisis política que suscitó en la provincia, el crimen de Nora dejó algunas certezas: la existencia de una Justicia que midió con distinta vara a ricos y pobres, que allanó la casa de los trabajadores pero se mostró timorata para interrogar a sospechosos con poder económico o vinculaciones políticas; la falta de recursos de los auxiliares de la Justicia (las fotos del cadáver de la víctima las tomó la perito Virginia Ferreyra con su propia cámara digital); la irresponsabilidad de una dirigencia más preocupada por el costo político que por la búsqueda de la verdad (De la Sota se solidarizó con los hijos de la víctima y atacó a los fiscales, lo que motivó un pedido de jury de enjuiciamiento que nunca fue tratado en la Legislatura); una práctica policial viciada de parcialidad (la acusación a Zárate se basó en la declaración de un joven con retraso madurativo que fue apretado en la Comisaría) y una actitud complaciente de un grupo de fiscales poco predispuestos al examen de la opinión pública.

La enorme repercusión mediática del caso permitió que la gente estuviera atenta a cada uno de los pasos de la investigación y obligó a los operadores judiciales y políticos a dar explicaciones de sus actos ante la sospecha social de que apañaban a los poderosos. Esa percepción generó en el verano de 2007 la movilización espontánea más trascendente de la historia contemporánea de Río Cuarto -el “perejilazo”-, una ciudad caracterizada más bien por la apatía e indiferencia de su gente.

Al final del camino, sin embargo, prevaleció la impunidad. Todas las causas conexas al caso Dalmasso fueron archivadas y los fiscales, en vez de dar explicaciones por su impericia ante el Jury de Enjuiciamiento, fueron ascendidos. Con excepción de Javier Di Santo, que se desprendió del expediente cuando fue acusado por el Observatorio de Derechos Humanos de la UNRC, pero se aferró al cargo, en el que aún permanece al momento de terminar este libro.

Daniel Miralles asumió la instrucción de la causa con decisión: imputó al viudo, viajó a Uruguay y  probó la “ventana horaria” del vuelo fantasma de Uruguay a Río Cuarto. Pero sugestivamente renunció por sentirse agraviado por expresiones del locuaz Brito. Después reculó y volvió, pero su suerte estaba echada: fue apartado a pedido del propio Brito.  Años después fue denunciado por la madre del dolor Rosa Sabena, que lo acusó de tarifar sus resoluciones judiciales.

Luis Pizarro renunció a la prueba genética, cambió la imputación y elevó la causa a juicio con una acusación tan absurda e insustancial que le fue reprochada por el propio fiscal de Cámara que debía asumirla como propia en el debate realizado en 2022.

Denostada por su propio entorno, víctima del macabro festín del periodismo amarillo, olvidada por amigas y familiares que nunca reclamaron justicia, Nora Dalmasso se convirtió en un nuevo símbolo de la impunidad en Argentina: su mirada transparente, ingenua y vanidosa escudriña desde la inmortalidad de su rostro congelado en el tiempo las contradicciones de una sociedad incapaz de mirarse en el espejo de sus propias miserias.

Crímenes en espejo, de Hernán Vaca Narvaja.

Editorial Recovecos, Córdoba, 2023, 300 páginas.

Redacción El Sur
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